domingo, 29 de diciembre de 2013

SÁNCHEZ DEL CASTILLO: ADÁN Y OTROS POEMAS



SÁNCHEZ DEL CASTILLO Y SU OBRA

En Adán y otros poemas de Sánchez del Castillo, ed. Pedro López
Martínez, epílogo pp. 65-76, Ediciones Tres Fronteras, Murcia, 2008.


Antonio Sánchez Fernández (Sánchez del Castillo) nació el 26 de abril de 1935 en la calle Eras, de Moratalla, en una casita a medio camino entre el camposanto y la cuesta del castillo. Sus padres, Jesús Sánchez López (1892-1970) y María Fernández Navarro (1900-1951), eran originarios de este pueblo encumbrado al noroeste de la Región de Murcia; antes, Jesús había enviudado de Carmen Sánchez, con quien tuvo una hija de nombre María Cruz (mi abuela materna).
            Cumplidos los cuatro años, más o menos al concluir la Guerra Civil, Antonio se trasladó a la vecina Caravaca junto a sus padres y hermanos: Juana y Dolores, que emigrarían a Barcelona; otra María Cruz que murió joven, en 1946; Jesús, quien aún reside en calle Planchas número 22, donde expiró nuestro poeta; y Encarnación, la menor, que vive en Murcia. A esta prole hay que añadir los nombres de Pedro, María del Carmen y Encarna, todos fallecidos con muy pocos meses, todavía en Moratalla.
            El 25 de noviembre de 1950, Antonio formalizó ingreso en el Colegio Teresiano de los Carmelitas Descalzos de Castellón. Allí permaneció hasta el 27 de enero de 1954, fecha en que se le trasladó al sanatorio de La Magdalena, hospital para tuberculosos, de donde fue devuelto al hogar paterno de Caravaca. Murió el 13 de noviembre de 1957. Primero se le enterró en el suelo, pero años más tarde sus restos se juntaron con los de sus padres y su hermana María Cruz, en un único nicho del cementerio de la localidad (lápida a nombre de Jesús Sánchez López). En sesión plenaria de 27 de enero de 1984, el consistorio de Moratalla rescató su nombre de poeta para honrarlo en una de sus calles.

La obra completa de Sánchez del Castillo se acerca al medio centenar de poemas, corpus nunca reunido ni editado en volumen independiente. El principal escollo a la hora de recaudar, organizar y aprehender el valor objetivo de esta producción, póstuma en su mayor parte, ha sido el tener que solventar el agravio de su autenticidad socavada, izando para ello un puente levadizo que comunicase la lectura actual con el rastro interrumpido de los materiales que en vida manejó el autor. En efecto, su hermano Jesús lamenta no haber sabido conservar ninguno de sus manuscritos de puño y letra, sino apenas una muy errática y dudosa traslación mecanográfica que ya amarillea entre los dedos, un haz de cuartillas mal cosidas que alguien improvisó hace años a partir de los originales que, como favor inocente, le prestara este su heredero legítimo, originales manuscritos que Jesús ya no ha vuelto a ver. Tal es la versión (única autorizada) que ha servido a los modestos propósitos del compendio que hoy, aquí, al trasluz de aquellos renglones torcidos, renegocia el sentido primigenio y la palabra exacta que hubo de colmar el talento del poeta.
            Tras minucioso examen, vuelta la fuente del derecho y del revés y conjurados los demonios que en tantas ocasiones retan la honradez del crítico literario, en esta edición se recuperan solo treinta y seis de aquellos textos, ya que se estimó inoportuno –si no irresponsable– ceder al mero afán integrador de los mismos, lo que hubiera significado obviar la impericia adolescente de versos primerizos y estrofas de tanteo, así como el carácter fragmentario y la provisionalidad que se advierte en algunos poemas, tal vez bosquejos aplazados por la enfermedad o borradores truncados por la muerte prematura. Para concretar la selección que aquí se ofrece se aplicó un simple criterio de mínimos en lo que a calidad intrínseca se refiere, eludiendo esos otros afectos que demasiado a menudo esgrime y postula la arqueología socioliteraria –historicista y biografista hasta rozar el fetiche y la idolatría–, de manera que entre las composiciones excluidas al fin, una cuarta parte del total, predominan las que se dan de bruces contra los convencionalismos formales de la rima y el metro clásicos, sonetos sobre todo.   
            La labor crítica tuvo que saltar las bardas habituales del presumible análisis literario moderno para emboscarse en pesquisas insospechadas, escenario filológico que a muchos les pudiera parecer esfuerzo impropio de los albores del siglo XXI. Admitido en este caso el papel del especialista como mediador necesario –y, es de suponer, perspicaz en el diagnóstico y solvente en las soluciones–, este acometió la tarea desde presupuestos de recreación inductiva, arriesgando un lentísimo proceso de restauración al modo que se observa, sin sonrojo, en dominios más experimentados y desde luego más audaces, como la pintura, la escultura o la arquitectura. La mano del crítico ha transitado por la geografía de estos versos hasta donde el crítico y su mano entendieron que podían alumbrar sin provocar nuevas sombras. Porque, de hecho, esa única versión traslaticia que custodia Jesús, el hermano y albacea de Sánchez del Castillo, versión fiable hasta donde nadie sabe dónde, aporreada con dos dedos inhábiles y ajenos –y de la que, por cierto, otrora también bebiera algún profesor mediocre para someterla a su vez a nuevos tormentos y a las incontables villanías del aprendiz sin alas–, languidece infestada de terrores ortográficos imperdonables a fuer de arbitrarios, de palabras trituradas por otras que se superponen con su ensañamiento de tinta, de incongruencias que devienen humoradas si se descifra el contexto del que nacen (así, “cocina” por “encina”, “callando” por “cayendo”, “campañas” por “campanas”, etcétera), de solecismos sin escrúpulo y de otros dislates léxico-semánticos y gazapos sin fin que serían saludados en una renovada antología del disparate; desvarío que entorpece la interpretación de unos versos cuyo decir sereno, sin embargo, reconcilia al buen lector justamente con todo lo contrario, esto es, con el vocablo exacto y el diseño cabal de la estructura, con el instinto de lealtad hacia esa verdad íntima que se sabe forma y que en la forma expresa el universo genuino del artista.
            El orden y disposición del índice, así como el título que destella en portada, competen en exclusiva al poderoso albedrío de quien gestionó el volumen. En un principio se barajó el fluir cronológico, y no se ha de negar que se desechó sin trámite, pues en las cuartillas manejadas no hay fechas ni otra huella que permita entrever una secuencia evolutiva ordinaria; más tarde se procuró un probable engarce al hilo seguro de los tres o cuatro temas que sustentan la historia de la poesía –Dios, Naturaleza, Amor…–, socorrido extremo que, más allá de facilitar, casi siempre arrastra el riesgo de sesgar la aventura soberana de los ojos que leen; por último, triunfó sin mayor diatriba la prelación alfabética, que es la que mejor tolera y con más elegancia disimula otros artificios inherentes a una edición póstuma. El título Adán y otros poemas obedece a una querencia que se impuso desde los iniciales balbuceos, o acaso mucho antes de que se adivinara la idea de este libro, en aquel tiempo en que los versos de un “Adán” mítico cayeron en manos propicias para escarbar con su mensaje en el paraíso extraviado, en el milagroso pasmo de la inocencia virginal.       

El caudal lírico de Sánchez del Castillo se concreta en esta selección de treinta y seis poemas (más los diez o doce que se desechan), escritos entre el albor de la adolescencia y la primera juventud. Buena parte de ellos, además, se gestaron desde el estigma de la entonces temible tuberculosis, que se le anunció con apenas dieciocho años, cuando ya llevaba más de tres residiendo en el colegio carmelitano de Castellón, y que acabaría con su vida a los veintidós. Tal perfil biográfico no nos puede ser ajeno a la hora de administrar y ponderar los méritos propios de una obra sin duda muy dispar en su ejecución, construida al amparo de una técnica intuitiva, en pleno proceso de asimilación formal y métrica, pero generosa en su aporte de imaginería y sorprendentemente madura en la visión interiorizada de la naturaleza, entendida esta como escenario sensible de la existencia.
            La voluntad de alternancia entre el verso liberado de las ataduras del metro y la rima (en quince composiciones) y el uso consciente de fórmulas estróficas que beben de la tradición española (en las veintiuna restantes) confiere al conjunto el inopinado aspecto de una antología rica en matices, reveladora de la inquietud y el afán de búsqueda de una voz propia, todavía inexperta y vacilante. El tono cancioneril, romanceado, que preside algunas piezas remite a la facción populista del Grupo del Veintisiete, sobre todo a García Lorca y Alberti, y extiende su brazo hacia Juan Ramón Jiménez, de donde salta a los siglos áureos y, concretamente, halla su igual en la noche oscura de Juan de la Cruz (En un instante) o en indudables reminiscencias de aquella vida retirada que cantó en liras fray Luis de León (Haciéndome una flor). Pero es el verso de arte mayor, que contadas veces se pliega a la rima o bien se conforma con la ligera asonancia alterna de los pares –sea el alejandrino de A unos sauces llorones, Ahora que hace ocaso o Aquí donde; sea el endecasílabo de Distante voz, Este deseo, Dios, de ver el alba, Por todas partes o Remansos otoñales–, el que mejor interpreta su discurso panteísta, integrador de las pequeñas cosas, necesitado de espacio a través de una sintaxis de medio y largo recorrido. No hay que ocultar el forzado afán que derrochan los sonetos –seis se han salvado; otros cuatro se excluyeron–, piezas que verosímilmente surgieron como retos autodidactas y pruebas de talento para su autor. Todos ellos se adscriben a la tendencia religiosa que tanto motivó a Sánchez del Castillo, desde el ya citado por su ascetismo frayluisiano (Haciéndome una flor) al que dedica al Cristo del Calvario, así como Con alas de lluvia y Entrega; Eso eres tú, palmera posee un ineludible regusto hernandiano, y se diferencia de los otros por la adopción anómala de la rima ABAB en los cuartetos; por último, Paraíso evoca ese ámbito adánico e inmaculado, escenario de fondo de buena parte de los textos, no obstante el artificio tosco que nos depara la solución de los tercetos.
            La marca de un tiempo que ubica la experiencia poética se averigua ya en los títulos de muchos poemas, y describe un arco que discurre entre la generalidad de las estaciones y los meses (“A Abril, que ha llegado”, “Otoño”, “Primavera”, “Remansos otoñales”) y la concreción cifrada en horas (“A las ocho”) o en períodos puntuales (“En un instante”, “Noche”). Pero el empeño más notorio se concierta con los momentos respectivos de la salida y la puesta del sol, sendos hitos de inspiración para el poeta, lo que propicia un contraste teórico entre poemas matutinos (“Amanecer en el mar”, “Este deseo, Dios, de ver el alba”) y vespertinos o crepusculares (“Ahora que hace ocaso”, “Jardines en atardecer”), reparto bidireccional que no se detiene en las palabras que titulan, claro es, sino que subyace en la raíz constitutiva y se ramifica después hacia los versos esporádicos de otras composiciones, decantadas porcentualmente del lado del ocaso, como se ha advertido en Dame tu brazo, amor, Juegos de mar, Plegaria para que salga el sol o Qué dolor me recuerdan. En Íbamos, Judas se principia con la enunciativa “Hacía un sol tremendo”, y más abajo ya ha transcurrido el día, la jornada del mundo, pues “A nuestra espalda / el sol caía solamente por las calles”. Otro ejemplo de comienzo significado en la imagen solar lo encontramos en el poema Por todas partes: “Colgado tengo el sol”.
            Si el sol en tanto que símbolo de luz es un recurso omnipresente, el mar con sus imágenes y otros elementos como el río, los árboles o las aves contribuyen a decorar ese paisaje-paraíso que justifica la plena fusión de voluntad lírica y Naturaleza exaltada. Así, en A unos sauces llorones se parte de la constatación irónica del apelativo nominal para proponer un bello canto de solidaridad –si sois llorones, entonces llorad conmigo–, en un proceso de sutilezas cómplices que se abre del “yo” al “nosotros”. En Amanecer en el mar se suceden alusiones a las raíces, los pájaros, el sol, la manzana, el mar, los pinos y el cielo, todo ello imbricado en la percepción del instante: “Es el momento justo”. Aquí donde prefigura una especie de epitafio robado al futuro como propuesta de paz y de sosiego, a través de las sencillas cosas en que la Creación fulge y concierta su sentido (árboles otoñales, hoja seca, el poeta y los llorones, los ríos, el guijarro…). Es, en efecto, la afirmación consecuente de un panteísmo cristiano, universal, que apela al Dios que habita en cada criatura y en cada brizna de hierba, por trivial que su concurso pueda parecer a los ojos distraídos del hombre de hoy (Haciéndome una flor u Hojas caídas son dos buenos ejemplos).
            Junto al predominio de la conciencia poética de retiro y aislamiento sensible, padecidos como paradójica afirmación de un destino (Andando soledad, Distante voz), y la relectura personal de iconos harto significados en la dilatada psicografía judeocristiana (Adán y Judas, la Virgen del Carmelo, el Cristo del Calvario, el mismo Dios), la compañía humana se postula sin embargo en algunos pocos textos: el poema A las ocho toma una segunda persona henchida de complicidad, para que las palabras y las frases comuniquen una estampa todavía casta e imperecedera de la amistad (“nuestro continuo abrazo”, “parecíamos los dos unos poetas”); Dame tu brazo, amor y No sé dónde habitas se erigen en sendos preludios del amor sexuado, pre-carnal, y es sobre todo en el segundo donde ese erotismo latente orientado hacia el futuro de posibilidad administra muchos quilates de poesía; Qué dolor me recuerdan fija la atención en los gritos de unas niñas anónimas que juegan en la plaza, para evocar una fe contradictoria (“qué dolor me recuerdan / y de qué amor me llenan”) que no es sino el trasunto melancólico de aquella edad que se aleja; Para no despertarte se singulariza como un poema muy sentido, poblado de sigilos y susurros de eternidad (“cogí un trozo de tierra”, “los metros de tu tierra”), pues no en balde el autor se lo dedicó a su madre, fallecida en octubre de 1951.

Hasta aquí el breve apunte que nos habíamos propuesto para presentar al lector la persona que fue y la obra que legó el poeta Antonio Sánchez Fernández bajo el apodo Sánchez del Castillo. Receloso de la legitimidad de los prólogos procaces y de esas ediciones críticas que tan a menudo torpedean con su ciencia la escueta verdad que por sí solos los versos iluminan, el instigador y responsable del presente volumen optó por la discreción del epílogo y por un examen textual muy genérico, refrenado en su fe, sin vanos alardes ni aspavientos gratuitos ni peregrinas adhesiones. Tal vez se hubiera podido ahondar en la bondad lírica de media docena de títulos que sobresalen del conjunto y que se saben dignos de figurar en las caprichosas compilaciones locales y regionales, como es el caso de A unos sauces llorones, Íbamos, Judas, En un instante, Este deseo, Dios, de ver el alba, No sé dónde habitas o el inexcusable Adán. Tal vez. Pero se trataba precisamente de sortear las restricciones que dicta la retórica universitaria con su lenguaje enmarañado y endogámico; creemos que un acercamiento de tamaña especie, al infiltrarse en estas páginas de homenaje necesario y necesariamente divulgativas –el 13 de noviembre de 2007 se cumple medio siglo de la muerte del poeta–, habría desvirtuado con su aparato ajeno la desnuda ofrenda que, al cabo, subsiste y triunfa en el alma de estos treinta y seis poemas: ellos son los protagonistas, y, a la par que ellos, la mirada cómplice y soberana del lector.

1 de noviembre de 2007

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