domingo, 29 de diciembre de 2013

BORGES: LA OBSESIÓN VEROSÍMIL



LA OBSESIÓN VEROSÍMIL EN LA PROSA DE FICCIÓN
DE JORGE LUIS BORGES

En Literatura de dos mundos. El encuentro, tomo III,
VVAA, pp. 429-438, Murcia, 1993.


La evidencia quizá más inminente que aguarda a cualquier lector ingenuo cuando por fuerza o por azar ha caído en sus manos algún volumen de relatos de Jorge Luis Borges es, así lo entiendo, la que pueda derivarse de la indefinición de géneros, que suele conducir con frecuencia a la duda ante el deslinde entre lo puramente ficcional y lo que motejamos como ensayo, modalidad no ajena a la pluma aguda del mentado. De tal manera se entrecruza en su escritura lo uno con lo otro que lo fantástico, al camuflarse, recobra por momentos índices de veracidad –vale decir también, de credibilidad– tan ricamente ataviados que uno no acierta sino a aceptarlos como verdades que solo el pudor intelectual, después, devolverá a su lugar como historias de invención. Ello mismo anhela su autor, que no evita rotular “ficciones” uno de sus libros, pero que ha sabido rodearse de consecuentes “artificios” (título que inserta en aquel) tendentes a conquistar ese sometimiento y ulterior complicidad sin que se resientan en su base, antes al contrario, los presupuestos más elementales de la buena literatura. Así, Borges acierta a imponer un personalísimo estilo que se agota por necesidad en el conjunto de su obra, ya que nadie puede escribir a la manera borgiana sin pagar su atrevimiento con el menos censurable –pero sí el más caro– de los pecados del epígono: ser Borges. A continuación voy a esbozar las peculiaridades más sobresalientes de ese hacer impecable, apoyado en el sólido soporte de una verosimilitud que él persigue con obsesión veladamente cervantina.

El primer aspecto destacable es el de la continua y consciente ubicación de los cuentos, así en el tiempo como en el espacio.
            Es común la concreción de los lugares, que suelen abundar en el arrabal bonaerense para las historias de cuchilleros y malevos, o bien en ciudades francesas, inglesas o de Norteamérica (de El soborno entiende que “no pudo haber ocurrido en otro lugar”) cuando aborda casos de índole policial o libresca. El notorio cosmopolitismo del autor argentino, adepto a temas menos occidentales como el ajedrez, los espejos, los tigres y el laberinto, y lector entusiasta de Las mil y una noches, no podía sino justificar la presencia de escenarios más exóticos, como Arabia y los desiertos de Oriente, así como los países nórdicos y Alemania, por cuyas lenguas y sagas tanto se interesó. Unas veces se regodea en indeterminaciones tendenciosas (“En Junín o en Tapalquén refieren la historia”), mientras que otras muchas se decanta por sutilidades sospechosamente puntuales (“En la antigua Confitería del Águila, en Florida a la altura de Piedad, oímos la historia”); en El encuentro hace suya la honestidad de quien no quiere mentir: “No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte”.
            Más relevante resulta el factor tiempo, esto es, la fechación interna de lo narrado. Vale anticipar que el mundo ficcionado por Borges se mueve, grosso modo, entre principios del siglo XIX y mediados del XX, excepción hecha de algún viaje esporádico al medievo y de felices excursiones a las últimas décadas de nuestro siglo; menos se prodigan las fábulas intemporales, como El disco y Utopía de un hombre que está cansado. Esa estricta ubicación le permite instalarse en el pellejo del cronista que ha sabido la historia por boca de sus mismos actores o, inclusive, inmiscuirse en el relato para, verosímilmente, adoptar ante el lector el papel de sí mismo: un escritor –sí, Borges– que recoge y difunde algún hecho “real” para, desde su irresistible autoridad, traducirlo a materia literaria, fantástica.
            Tal voluntad historicista es la que ayuda a comprender el porqué de las abundantes explicitaciones (año, mes y día) que nos topamos en sus páginas. En unos casos sirven para cifrar con exactitud la muerte del personaje (“El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció”), en otros se erigen como datos consustanciales al meollo de la trama (“cierta noche que suelo traer a la memoria, la del treinta de abril del 74”); pero casi siempre magnifican la veracidad de lo contado, que aspira a convertirse en forma de la Historia y, por ende, en parte de la realidad. Un análisis más exhaustivo quizá pudiera revelarnos, cotejando la reiteración aparentemente ocasional de ciertas fechas (el catorce de enero, el siete de febrero, el primero de marzo), aspectos inauditos de la personalidad borgiana, tan tentada por la numerología y las enseñanzas de la kábala.
            Aunque el argumento no lo precise para funcionar como es debido en su trato con el receptor, no por ello renuncian los sucesivos narradores a tales informaciones. En la mayoría de los cuentos, más aún ahí donde la excesiva minuciosidad pudiera volverse contra el informante como arma de doble filo, predomina una vaguedad relativa (“postrimerías de abril de 1854”), o bien se acude al margen ofertado por cualquiera de las estaciones (“en un amanecer del invierno de 1877”); pero siempre manteniendo el año como enseña definitiva. Excepcionalmente adopta cronologías de otras culturas, como es el caso de tres relatos incluidos en Historia universal de la infamia donde se alude a “la luna de rejeb del año 161”, al “año 163 de la Emigración y quinto de la Cara Resplandeciente” o al “día catorceno de la luna de Barmajat”.
            Quiero apostillar esta parte con algunas curiosidades. Por ejemplo, la confianza que dispensa el autor cuando desde un principio juega a ficcionar lo que ignora, complicando en ello al lector: “la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824”. En otro lugar se va directo a la esencia de la noticia, sin importarle la sequedad expositiva: ”El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (New Mexico)”.

Artificio especialmente acorde con los módulos fabuladores de Jorge Luis Borges es el que se sostiene sobre la documentación bibliográfica como pacto previo de verosimilitud. Ello sintoniza, asimismo, con su afamada erudición, de algún modo fomentada (y acaso falseada o exagerada) merced a su oportunismo genial y al cultivo inteligente y mordaz de la cita literaria, de la que es maestro. La referencia libresca, real o fingida, es pues rasgo común en una prosa caracterizada –singularizada– por su cercanía a otras modalidades, como el artículo filológico, la glosa histórica o el ensayo de filosofía. No escasean los relatos cuyo primer párrafo acumula una sustanciosa introducción enciclopédica, plagada de fuentes (verdaderas o no) y de testimonios contrastados por títulos y autores cuyas existencia histórica –Spinoza, Chesterton, Poe, Carlyle, Schopenhauer– sirve de contrapeso excepcional cuando lo fantástico, por su propia condición, frenaría por sí solo la aceptabilidad de lo que, siendo increíble, no puede contentarse con la fe simple del lector. Así, en Historia universal de la infamia se permite hasta un anexo con el “índice de las fuentes”, que él ha recreado; en otros casos se trata de laboriosas argucias insertadas en la historia con el aura de respetabilidad que Borges supo recuperar para ese objeto de culto que termina siendo un libro, cualquier libro; o bien se nutre de voces contemporáneas como las de Sábato, Macedonio Fernández o Bioy Casares. Pero también inventa, cómo no: instaura biografías de autores fallecidos, rebatiendo las reseñas de la prensa (Pierrre Menard, Herbert Quain), y cita y comenta sus obras para que ese distanciamiento le facilite el rol exculpatorio del bibliófilo que tan solo se remite (y nos remite) a los libros de otros: “El acercamiento a Almotásim”, “El jardín de senderos que se bifurcan”.
            Cuando el argumento lo consiente, el narrador inicial opta por delegar sus funciones en otros informantes que, de primera mano, comunican el caso. Para tal efecto se combinan fórmulas varias: unas buscan la objetividad total por medio del relato directo (“Escribe Adán de Bremen:”, “Reza el autor anónimo:”), o predisponen desde los preliminares con fáciles advertencias (“La versión que ofrecemos es literal”, “Traduciré fielmente el informe”); otras acentúan su carácter histórico por intercesión de la autoridad pertinente (“El historiador oficial de los Abbasidas narra sin mayor entusiasmo”, “El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:”). Sin embargo, lo más habitual es la indeterminación en el origen de las fuentes, que pueden provenir de tímidos rumores anónimos (“Algunos insinúan”, “El caso me lo refirieron en Texas”), o bien de la voluntad de los mismos personajes (“Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué”, “el capitán Richard Francis Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que copio:”). En el cuento titulado La intrusa el recurso se evidencia por la sarta de subordinaciones bien trabadas con que se introduce la memorable peripecia: “Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio Cristián, el mayor […] Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela”. El narrador inicial, que en el caso de Borges muy bien pudiéramos identificarlo con el autor, toma pues todas las precauciones para que lo juzguemos en tanto que notario de unos hechos en los que raramente participa, o lo hace de manera muy secundaria.
           
Otra parte nuclear de mi análisis debe atender al aspecto léxico, verbal, de la obra borgiana, en este caso significando una serie de palabras y giros cuya funcionalidad virtual reside precisamente en una clara intención de verosimilitud. Es lo que en conjunto podemos denominar un “vocabulario tendencioso”, en el sentido de que perturba los valores de verdad y mentira que el lector hubo de suspender previamente, en su pacto narrativo, obligándolo a reconsiderarlos. A tal fin se encamina la intercalación en el relato de voces emparentadas con lo creíble e increíble (“la historia que registraré es increíble”), posible e imposible (“El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural”), extraño, asombroso o sorprendente (“Ello no debe sorprendernos”) y verosímil e inverosímil (“cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba”), entre otras. El hecho de que el narrador cuestione la credibilidad de lo que narra, y que incluso llegue a manifestar su impotencia para ejecutarlo verosímilmente, propende a resaltar la honestidad de quien escribe y, por tanto, la veracidad fundamental de la historia.
            Las apelaciones al lector (“el avisado lector sabe a qué atenerse”, “Quizá ya lo haya sospechado el lector”) y el empleo de un plural de modestia que lo involucra sin remedio (“Sabemos”, “nos consta”, “Nadie ignora”) preparan el terreno hacia el ámbito de las suposiciones, ya que a veces el carácter más fantástico o la propia dinámica informativa del asunto obstaculizan una explicación posible, desnuda y suficiente. Es así que se puede acudir a locuciones retadoras (“es razonable imaginar”, “Nada cuesta imaginar”), o arriesgarse y dar el paso hacia la resolución del problema amparándose en la oposición fructífera del par sueño/vigilia, ora tildando sus lazos de unión (“lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño”), ora asumiendo la dimensión artificial de la trama, frente a la verdad elemental de lo historiado (“Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron”).
            Llamo la atención ahora, siquiera brevemente, sobre algunas páginas donde Borges riza el rizo de forma magistral. En Emma Zunz se concluye afirmando que “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta”; se refiere, es claro, a la historia que la protagonista urde después de haber acometido su memorable acto, pero de algún modo extraemos de la cita una doble intencionalidad, válida también para penetrar esa otra historia que es la de la venganza toda: el cuento, en suma. En La noche de los dones advierte: “cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para que uno sepa que es cierto”; reflexión que en Ulrica termina siendo un fallo secreto a favor de lo subjetivo: “Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”. Finalmente, en el primer párrafo de El soborno acomete una captación de modestia que pretende, con acierto, instaurar una paradójica intriga: “El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos que el carácter de sus protagonistas […] La anécdota (en realidad no es mucho más)”. Y en el argumento increíble de El libro de arena se salta cualquier canon y se anticipa a los reparos de manera irreprochable, inaudita: “Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico”.

Para completar esta breve exégesis señalaré ciertos aspectos emparentados con el concepto de metaficción, sin duda uno de los más apasionantes y rentables de esta personal narrativa, y a continuación aludiré a Borges y a su entorno verosímil, del que obtiene buen partido desde el punto de vista que tratamos.
            Las alusiones al acto mismo de la escritura son innumerables. En unos casos defienden de soslayo la cualidad no fantástica de los hechos, marcando el género de los mismos (“Quienes recorran este artículo”), en otros se reduce a un inteligente juego de equívocos (“Parece cuento, pero”), y en los más es el propio narrador quien acepta y maneja el rol que se le presupone: “Imaginemos (este no es un trabajo histórico)”. Procedimiento encomiable es el que consiste en reconocer como ficción, desde la ficción misma, lo que ya empezamos a leer sabiendo que lo era. Así, en El indigno es el protagonista quien induce al narrador: “A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales”. Y en Tema del traidor y del héroe se sincera sin reserva: “Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así”; y después nos cuenta el cuento como si fuera un borrador de lo que será cuando se escriba. Fabuloso, sí, pero mágicamente creíble, porque… no es más que eso: un cuento.
            Mención aparte merece la autoinclusión de Jorge Luis Borges como personaje de sus narraciones. He contabilizado una decena de apariciones directas en otros tantos relatos, además de otros muchos en donde la presencia de amigos, parientes o circunstancias harto conocidas de su biografía nos hacen recelar de su discreto estar. Basten para mostrarlo tres títulos en donde el tema del doble polariza las tramas respectivas. Borges y yo no pasa de ser un bello artículo. En El otro y en Veinticinco Agosto 1983, sin embargo, la visión imposible de su “otro yo” obliga al escritor a hacer uso de sus buenas artes para solventar la fisura; en el primero, con estas palabras: “No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí”; en el segundo, que cifra su ochenta y cuatro cumpleaños, con estas otras: “Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico”. Difícil ir más allá en la lucha verbal por lo verídico, quimérico hacerlo con mayor clarividencia.

En las notas precedentes hemos observado de qué manera, con la inserción de oportunas localizaciones crono-geográficas y/o bibliográficas, de un léxico colmado de estrategias, de suculentas digresiones que interpretan el relato desde dentro y de juegos metacreativos que involucran sin reserva al mismísimo Borges, este maneja hasta sus últimas consecuencias las trampas más audaces de la técnica literaria. La verosimilitud, según la definición aristotélica –bien entendida por Cervantes–, queda pues asegurada desde las primeras líneas de cada historia, y ello pese a la índole más que improbable, o decididamente fantástica, de muchos argumentos.

otoño de 1992

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