LA OBSESIÓN VEROSÍMIL EN LA
PROSA DE FICCIÓN
DE JORGE
LUIS BORGES
En Literatura de dos mundos. El encuentro,
tomo III,
VVAA, pp. 429-438,
Murcia, 1993.
La evidencia quizá más inminente que aguarda a
cualquier lector ingenuo cuando por fuerza o por azar ha caído en sus manos
algún volumen de relatos de Jorge Luis Borges es, así lo entiendo, la que pueda
derivarse de la indefinición de géneros, que suele conducir con frecuencia a la
duda ante el deslinde entre lo puramente ficcional y lo que motejamos como
ensayo, modalidad no ajena a la pluma aguda del mentado. De tal manera se
entrecruza en su escritura lo uno con lo otro que lo fantástico, al camuflarse,
recobra por momentos índices de veracidad –vale decir también, de credibilidad–
tan ricamente ataviados que uno no acierta sino a aceptarlos como verdades que
solo el pudor intelectual, después, devolverá a su lugar como historias de
invención. Ello mismo anhela su autor, que no evita rotular “ficciones” uno de
sus libros, pero que ha sabido rodearse de consecuentes “artificios” (título
que inserta en aquel) tendentes a conquistar ese sometimiento y ulterior
complicidad sin que se resientan en su base, antes al contrario, los
presupuestos más elementales de la buena literatura. Así, Borges acierta a
imponer un personalísimo estilo que se agota por necesidad en el conjunto de su
obra, ya que nadie puede escribir a la manera borgiana sin pagar su
atrevimiento con el menos censurable –pero sí el más caro– de los pecados del
epígono: ser Borges. A continuación voy a esbozar las peculiaridades más
sobresalientes de ese hacer impecable, apoyado en el sólido soporte de una
verosimilitud que él persigue con obsesión veladamente cervantina.
El primer aspecto destacable es el de la continua y
consciente ubicación de los cuentos, así en el tiempo como en el espacio.
Es
común la concreción de los lugares, que suelen abundar en el arrabal bonaerense
para las historias de cuchilleros y malevos, o bien en ciudades francesas,
inglesas o de Norteamérica (de El soborno
entiende que “no pudo haber ocurrido en otro lugar”) cuando aborda casos de
índole policial o libresca. El notorio cosmopolitismo del autor argentino,
adepto a temas menos occidentales como el ajedrez, los espejos, los tigres y el
laberinto, y lector entusiasta de Las mil
y una noches, no podía sino justificar la presencia de escenarios más
exóticos, como Arabia y los desiertos de Oriente, así como los países nórdicos
y Alemania, por cuyas lenguas y sagas tanto se interesó. Unas veces se regodea
en indeterminaciones tendenciosas (“En Junín o en Tapalquén refieren la
historia”), mientras que otras muchas se decanta por sutilidades
sospechosamente puntuales (“En la antigua Confitería del Águila, en Florida a
la altura de Piedad, oímos la historia”); en El encuentro hace suya la honestidad de quien no quiere mentir: “No
puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte”.
Más
relevante resulta el factor tiempo, esto es, la fechación interna de lo
narrado. Vale anticipar que el mundo ficcionado por Borges se mueve, grosso modo, entre principios del siglo
XIX y mediados del XX, excepción hecha de algún viaje esporádico al medievo y
de felices excursiones a las últimas décadas de nuestro siglo; menos se
prodigan las fábulas intemporales, como El
disco y Utopía de un hombre que está
cansado. Esa estricta ubicación le permite instalarse en el pellejo del
cronista que ha sabido la historia por boca de sus mismos actores o, inclusive,
inmiscuirse en el relato para, verosímilmente, adoptar ante el lector el papel
de sí mismo: un escritor –sí, Borges– que recoge y difunde algún hecho “real”
para, desde su irresistible autoridad, traducirlo a materia literaria,
fantástica.
Tal
voluntad historicista es la que ayuda a comprender el porqué de las abundantes
explicitaciones (año, mes y día) que nos topamos en sus páginas. En unos casos
sirven para cifrar con exactitud la muerte del personaje (“El dos de enero de
1835, Lazarus Morell falleció”), en otros se erigen como datos consustanciales
al meollo de la trama (“cierta noche que suelo traer a la memoria, la del
treinta de abril del 74”);
pero casi siempre magnifican la veracidad de lo contado, que aspira a
convertirse en forma de la
Historia y, por ende, en parte de la realidad. Un análisis
más exhaustivo quizá pudiera revelarnos, cotejando la reiteración aparentemente
ocasional de ciertas fechas (el catorce de enero, el siete de febrero, el
primero de marzo), aspectos inauditos de la personalidad borgiana, tan tentada
por la numerología y las enseñanzas de la kábala.
Aunque
el argumento no lo precise para funcionar como es debido en su trato con el
receptor, no por ello renuncian los sucesivos narradores a tales informaciones.
En la mayoría de los cuentos, más aún ahí donde la excesiva minuciosidad
pudiera volverse contra el informante como arma de doble filo, predomina una
vaguedad relativa (“postrimerías de abril de 1854”), o bien se acude al
margen ofertado por cualquiera de las estaciones (“en un amanecer del invierno
de 1877”);
pero siempre manteniendo el año como enseña definitiva. Excepcionalmente adopta
cronologías de otras culturas, como es el caso de tres relatos incluidos en Historia universal de la infamia donde
se alude a “la luna de rejeb del año 161”, al “año 163 de la Emigración y quinto de la Cara Resplandeciente”
o al “día catorceno de la luna de Barmajat”.
Quiero
apostillar esta parte con algunas curiosidades. Por ejemplo, la confianza que
dispensa el autor cuando desde un principio juega a ficcionar lo que ignora,
complicando en ello al lector: “la historia referida por él ocurrió al
promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa)
Irlanda; digamos 1824”.
En otro lugar se va directo a la esencia de la noticia, sin importarle la
sequedad expositiva: ”El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso
lugar, el Llano Estacado (New Mexico)”.
Artificio especialmente acorde con los módulos
fabuladores de Jorge Luis Borges es el que se sostiene sobre la documentación
bibliográfica como pacto previo de verosimilitud. Ello sintoniza, asimismo, con
su afamada erudición, de algún modo fomentada (y acaso falseada o exagerada)
merced a su oportunismo genial y al cultivo inteligente y mordaz de la cita
literaria, de la que es maestro. La referencia libresca, real o fingida, es
pues rasgo común en una prosa caracterizada –singularizada– por su cercanía a
otras modalidades, como el artículo filológico, la glosa histórica o el ensayo
de filosofía. No escasean los relatos cuyo primer párrafo acumula una sustanciosa
introducción enciclopédica, plagada de fuentes (verdaderas o no) y de
testimonios contrastados por títulos y autores cuyas existencia histórica
–Spinoza, Chesterton, Poe, Carlyle, Schopenhauer– sirve de contrapeso
excepcional cuando lo fantástico, por su propia condición, frenaría por sí solo
la aceptabilidad de lo que, siendo increíble, no puede contentarse con la fe
simple del lector. Así, en Historia
universal de la infamia se permite hasta un anexo con el “índice de las
fuentes”, que él ha recreado; en otros casos se trata de laboriosas argucias
insertadas en la historia con el aura de respetabilidad que Borges supo
recuperar para ese objeto de culto que termina siendo un libro, cualquier
libro; o bien se nutre de voces contemporáneas como las de Sábato, Macedonio
Fernández o Bioy Casares. Pero también inventa, cómo no: instaura biografías de
autores fallecidos, rebatiendo las reseñas de la prensa (Pierrre Menard,
Herbert Quain), y cita y comenta sus obras para que ese distanciamiento le
facilite el rol exculpatorio del bibliófilo que tan solo se remite (y nos
remite) a los libros de otros: “El acercamiento a Almotásim”, “El jardín de
senderos que se bifurcan”.
Cuando
el argumento lo consiente, el narrador inicial opta por delegar sus funciones
en otros informantes que, de primera mano, comunican el caso. Para tal efecto
se combinan fórmulas varias: unas buscan la objetividad total por medio del
relato directo (“Escribe Adán de Bremen:”, “Reza el autor anónimo:”), o
predisponen desde los preliminares con fáciles advertencias (“La versión que
ofrecemos es literal”, “Traduciré fielmente el informe”); otras acentúan su
carácter histórico por intercesión de la autoridad pertinente (“El historiador
oficial de los Abbasidas narra sin mayor entusiasmo”, “El historiador arábigo
El Ixaquí refiere este suceso:”). Sin embargo, lo más habitual es la
indeterminación en el origen de las fuentes, que pueden provenir de tímidos
rumores anónimos (“Algunos insinúan”, “El caso me lo refirieron en Texas”), o
bien de la voluntad de los mismos personajes (“Carlos Reyles, hijo del
novelista, me refirió la historia en Adrogué”, “el capitán Richard Francis
Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que
copio:”). En el cuento titulado La
intrusa el recurso se evidencia por la sarta de subordinaciones bien
trabadas con que se introduce la memorable peripecia: “Dicen (lo cual es
improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson,
en el velorio Cristián, el mayor […] Lo cierto es que alguien la oyó de
alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la
repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a
contármela”. El narrador inicial, que en el caso de Borges muy bien pudiéramos
identificarlo con el autor, toma pues todas las precauciones para que lo
juzguemos en tanto que notario de unos hechos en los que raramente participa, o
lo hace de manera muy secundaria.
Otra parte nuclear de mi análisis debe atender al
aspecto léxico, verbal, de la obra borgiana, en este caso significando una
serie de palabras y giros cuya funcionalidad virtual reside precisamente en una
clara intención de verosimilitud. Es lo que en conjunto podemos denominar un
“vocabulario tendencioso”, en el sentido de que perturba los valores de verdad
y mentira que el lector hubo de suspender previamente, en su pacto narrativo,
obligándolo a reconsiderarlos. A tal fin se encamina la intercalación en el
relato de voces emparentadas con lo creíble e increíble (“la historia que
registraré es increíble”), posible e imposible (“El propósito que lo guiaba no
era imposible, aunque sí sobrenatural”), extraño, asombroso o sorprendente
(“Ello no debe sorprendernos”) y verosímil e inverosímil (“cómo hacer verosímil
una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba”), entre otras. El hecho
de que el narrador cuestione la credibilidad de lo que narra, y que incluso
llegue a manifestar su impotencia para ejecutarlo verosímilmente, propende a
resaltar la honestidad de quien escribe y, por tanto, la veracidad fundamental
de la historia.
Las
apelaciones al lector (“el avisado lector sabe a qué atenerse”, “Quizá ya lo
haya sospechado el lector”) y el empleo de un plural de modestia que lo
involucra sin remedio (“Sabemos”, “nos consta”, “Nadie ignora”) preparan el
terreno hacia el ámbito de las suposiciones, ya que a veces el carácter más
fantástico o la propia dinámica informativa del asunto obstaculizan una
explicación posible, desnuda y suficiente. Es así que se puede acudir a locuciones
retadoras (“es razonable imaginar”, “Nada cuesta imaginar”), o arriesgarse y
dar el paso hacia la resolución del problema amparándose en la oposición
fructífera del par sueño/vigilia, ora tildando sus lazos de unión (“lo real se
confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones
del sueño”), ora asumiendo la dimensión artificial de la trama, frente a la
verdad elemental de lo historiado (“Así habrán ocurrido los hechos, aunque de
un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron”).
Llamo
la atención ahora, siquiera brevemente, sobre algunas páginas donde Borges riza
el rizo de forma magistral. En Emma Zunz
se concluye afirmando que “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso
a todos, porque sustancialmente era cierta”; se refiere, es claro, a la
historia que la protagonista urde después de haber acometido su memorable acto,
pero de algún modo extraemos de la cita una doble intencionalidad, válida
también para penetrar esa otra historia que es la de la venganza toda: el
cuento, en suma. En La noche de los dones
advierte: “cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez
para que uno sepa que es cierto”; reflexión que en Ulrica termina siendo un fallo secreto a favor de lo subjetivo: “Mi
relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la
realidad, lo cual es lo mismo”. Finalmente, en el primer párrafo de El soborno acomete una captación de
modestia que pretende, con acierto, instaurar una paradójica intriga: “El hecho
mismo, nada singular ni fantástico, importa menos que el carácter de sus
protagonistas […] La anécdota (en realidad no es mucho más)”. Y en el argumento
increíble de El libro de arena se
salta cualquier canon y se anticipa a los reparos de manera irreprochable, inaudita:
“Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el
mío, sin embargo, es verídico”.
Para completar esta breve exégesis señalaré ciertos
aspectos emparentados con el concepto de metaficción, sin duda uno de los más
apasionantes y rentables de esta personal narrativa, y a continuación aludiré a
Borges y a su entorno verosímil, del que obtiene buen partido desde el punto de
vista que tratamos.
Las
alusiones al acto mismo de la escritura son innumerables. En unos casos defienden
de soslayo la cualidad no fantástica de los hechos, marcando el género de los
mismos (“Quienes recorran este artículo”), en otros se reduce a un inteligente
juego de equívocos (“Parece cuento, pero”), y en los más es el propio narrador
quien acepta y maneja el rol que se le presupone: “Imaginemos (este no es un
trabajo histórico)”. Procedimiento encomiable es el que consiste en reconocer
como ficción, desde la ficción misma, lo que ya empezamos a leer sabiendo que
lo era. Así, en El indigno es el
protagonista quien induce al narrador: “A lo mejor le sirve para un cuento, que
usted, sin duda, surtirá de puñales”. Y en Tema
del traidor y del héroe se sincera sin reserva: “Bajo el notorio influjo de
Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero
áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este
argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las
tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la
historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro
así”; y después nos cuenta el cuento como si fuera un borrador de lo que será
cuando se escriba. Fabuloso, sí, pero mágicamente creíble, porque… no es más
que eso: un cuento.
Mención
aparte merece la autoinclusión de Jorge Luis Borges como personaje de sus
narraciones. He contabilizado una decena de apariciones directas en otros
tantos relatos, además de otros muchos en donde la presencia de amigos,
parientes o circunstancias harto conocidas de su biografía nos hacen recelar de
su discreto estar. Basten para mostrarlo tres títulos en donde el tema del
doble polariza las tramas respectivas. Borges
y yo no pasa de ser un bello artículo. En El otro y en Veinticinco
Agosto 1983, sin embargo, la visión imposible de su “otro yo” obliga al
escritor a hacer uso de sus buenas artes para solventar la fisura; en el
primero, con estas palabras: “No lo escribí inmediatamente porque mi primer
propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si
lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez
para mí”; en el segundo, que cifra su ochenta y cuatro cumpleaños, con estas
otras: “Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico”. Difícil ir más
allá en la lucha verbal por lo verídico, quimérico hacerlo con mayor
clarividencia.
En las notas precedentes hemos observado de qué
manera, con la inserción de oportunas localizaciones crono-geográficas y/o
bibliográficas, de un léxico colmado de estrategias, de suculentas digresiones
que interpretan el relato desde dentro y de juegos metacreativos que involucran
sin reserva al mismísimo Borges, este maneja hasta sus últimas consecuencias
las trampas más audaces de la técnica literaria. La verosimilitud, según la
definición aristotélica –bien entendida por Cervantes–, queda pues asegurada
desde las primeras líneas de cada historia, y ello pese a la índole más que
improbable, o decididamente fantástica, de muchos argumentos.
otoño de
1992
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