miércoles, 8 de enero de 2014

TRES PONENCIAS Y UN EPÍLOGO

Hubo un periodo de apenas un lustro, entre el final de la licenciatura y el inesperado acceso a la función pública, en que mi despiste antológico coqueteó con los claustros y con los birretes universitarios, sea despachando matrícula en los cursos de doctorado y luego proyectando la necesaria tesis, sea aportando mis modestas aproximaciones teóricas en ocasionales congresos convocados en Murcia. Así surgieron las tres ponencias que siguen (más una cuarta, la primera en el tiempo, que por pudor he obviado en esta revisión), meros homenajes respectivos a los cuentos de Jorge Luis Borges, a El perseguidor de Julio Cortázar y a Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Muchos años después, en 2007, me tropecé con la entrañable historia del poeta Sánchez del Castillo, hermano de padre de mi abuela materna, y allá que me lancé a desempolvar sus versos y a intentar dignificarlos y publicitarlos; el estudio crítico que, a manera de epílogo, cierra aquel volumen, es la pieza que faltaba para completar esta breve incursión de aliento académico.

domingo, 29 de diciembre de 2013

SÁNCHEZ DEL CASTILLO: ADÁN Y OTROS POEMAS



SÁNCHEZ DEL CASTILLO Y SU OBRA

En Adán y otros poemas de Sánchez del Castillo, ed. Pedro López
Martínez, epílogo pp. 65-76, Ediciones Tres Fronteras, Murcia, 2008.


Antonio Sánchez Fernández (Sánchez del Castillo) nació el 26 de abril de 1935 en la calle Eras, de Moratalla, en una casita a medio camino entre el camposanto y la cuesta del castillo. Sus padres, Jesús Sánchez López (1892-1970) y María Fernández Navarro (1900-1951), eran originarios de este pueblo encumbrado al noroeste de la Región de Murcia; antes, Jesús había enviudado de Carmen Sánchez, con quien tuvo una hija de nombre María Cruz (mi abuela materna).
            Cumplidos los cuatro años, más o menos al concluir la Guerra Civil, Antonio se trasladó a la vecina Caravaca junto a sus padres y hermanos: Juana y Dolores, que emigrarían a Barcelona; otra María Cruz que murió joven, en 1946; Jesús, quien aún reside en calle Planchas número 22, donde expiró nuestro poeta; y Encarnación, la menor, que vive en Murcia. A esta prole hay que añadir los nombres de Pedro, María del Carmen y Encarna, todos fallecidos con muy pocos meses, todavía en Moratalla.
            El 25 de noviembre de 1950, Antonio formalizó ingreso en el Colegio Teresiano de los Carmelitas Descalzos de Castellón. Allí permaneció hasta el 27 de enero de 1954, fecha en que se le trasladó al sanatorio de La Magdalena, hospital para tuberculosos, de donde fue devuelto al hogar paterno de Caravaca. Murió el 13 de noviembre de 1957. Primero se le enterró en el suelo, pero años más tarde sus restos se juntaron con los de sus padres y su hermana María Cruz, en un único nicho del cementerio de la localidad (lápida a nombre de Jesús Sánchez López). En sesión plenaria de 27 de enero de 1984, el consistorio de Moratalla rescató su nombre de poeta para honrarlo en una de sus calles.

La obra completa de Sánchez del Castillo se acerca al medio centenar de poemas, corpus nunca reunido ni editado en volumen independiente. El principal escollo a la hora de recaudar, organizar y aprehender el valor objetivo de esta producción, póstuma en su mayor parte, ha sido el tener que solventar el agravio de su autenticidad socavada, izando para ello un puente levadizo que comunicase la lectura actual con el rastro interrumpido de los materiales que en vida manejó el autor. En efecto, su hermano Jesús lamenta no haber sabido conservar ninguno de sus manuscritos de puño y letra, sino apenas una muy errática y dudosa traslación mecanográfica que ya amarillea entre los dedos, un haz de cuartillas mal cosidas que alguien improvisó hace años a partir de los originales que, como favor inocente, le prestara este su heredero legítimo, originales manuscritos que Jesús ya no ha vuelto a ver. Tal es la versión (única autorizada) que ha servido a los modestos propósitos del compendio que hoy, aquí, al trasluz de aquellos renglones torcidos, renegocia el sentido primigenio y la palabra exacta que hubo de colmar el talento del poeta.
            Tras minucioso examen, vuelta la fuente del derecho y del revés y conjurados los demonios que en tantas ocasiones retan la honradez del crítico literario, en esta edición se recuperan solo treinta y seis de aquellos textos, ya que se estimó inoportuno –si no irresponsable– ceder al mero afán integrador de los mismos, lo que hubiera significado obviar la impericia adolescente de versos primerizos y estrofas de tanteo, así como el carácter fragmentario y la provisionalidad que se advierte en algunos poemas, tal vez bosquejos aplazados por la enfermedad o borradores truncados por la muerte prematura. Para concretar la selección que aquí se ofrece se aplicó un simple criterio de mínimos en lo que a calidad intrínseca se refiere, eludiendo esos otros afectos que demasiado a menudo esgrime y postula la arqueología socioliteraria –historicista y biografista hasta rozar el fetiche y la idolatría–, de manera que entre las composiciones excluidas al fin, una cuarta parte del total, predominan las que se dan de bruces contra los convencionalismos formales de la rima y el metro clásicos, sonetos sobre todo.   
            La labor crítica tuvo que saltar las bardas habituales del presumible análisis literario moderno para emboscarse en pesquisas insospechadas, escenario filológico que a muchos les pudiera parecer esfuerzo impropio de los albores del siglo XXI. Admitido en este caso el papel del especialista como mediador necesario –y, es de suponer, perspicaz en el diagnóstico y solvente en las soluciones–, este acometió la tarea desde presupuestos de recreación inductiva, arriesgando un lentísimo proceso de restauración al modo que se observa, sin sonrojo, en dominios más experimentados y desde luego más audaces, como la pintura, la escultura o la arquitectura. La mano del crítico ha transitado por la geografía de estos versos hasta donde el crítico y su mano entendieron que podían alumbrar sin provocar nuevas sombras. Porque, de hecho, esa única versión traslaticia que custodia Jesús, el hermano y albacea de Sánchez del Castillo, versión fiable hasta donde nadie sabe dónde, aporreada con dos dedos inhábiles y ajenos –y de la que, por cierto, otrora también bebiera algún profesor mediocre para someterla a su vez a nuevos tormentos y a las incontables villanías del aprendiz sin alas–, languidece infestada de terrores ortográficos imperdonables a fuer de arbitrarios, de palabras trituradas por otras que se superponen con su ensañamiento de tinta, de incongruencias que devienen humoradas si se descifra el contexto del que nacen (así, “cocina” por “encina”, “callando” por “cayendo”, “campañas” por “campanas”, etcétera), de solecismos sin escrúpulo y de otros dislates léxico-semánticos y gazapos sin fin que serían saludados en una renovada antología del disparate; desvarío que entorpece la interpretación de unos versos cuyo decir sereno, sin embargo, reconcilia al buen lector justamente con todo lo contrario, esto es, con el vocablo exacto y el diseño cabal de la estructura, con el instinto de lealtad hacia esa verdad íntima que se sabe forma y que en la forma expresa el universo genuino del artista.
            El orden y disposición del índice, así como el título que destella en portada, competen en exclusiva al poderoso albedrío de quien gestionó el volumen. En un principio se barajó el fluir cronológico, y no se ha de negar que se desechó sin trámite, pues en las cuartillas manejadas no hay fechas ni otra huella que permita entrever una secuencia evolutiva ordinaria; más tarde se procuró un probable engarce al hilo seguro de los tres o cuatro temas que sustentan la historia de la poesía –Dios, Naturaleza, Amor…–, socorrido extremo que, más allá de facilitar, casi siempre arrastra el riesgo de sesgar la aventura soberana de los ojos que leen; por último, triunfó sin mayor diatriba la prelación alfabética, que es la que mejor tolera y con más elegancia disimula otros artificios inherentes a una edición póstuma. El título Adán y otros poemas obedece a una querencia que se impuso desde los iniciales balbuceos, o acaso mucho antes de que se adivinara la idea de este libro, en aquel tiempo en que los versos de un “Adán” mítico cayeron en manos propicias para escarbar con su mensaje en el paraíso extraviado, en el milagroso pasmo de la inocencia virginal.       

El caudal lírico de Sánchez del Castillo se concreta en esta selección de treinta y seis poemas (más los diez o doce que se desechan), escritos entre el albor de la adolescencia y la primera juventud. Buena parte de ellos, además, se gestaron desde el estigma de la entonces temible tuberculosis, que se le anunció con apenas dieciocho años, cuando ya llevaba más de tres residiendo en el colegio carmelitano de Castellón, y que acabaría con su vida a los veintidós. Tal perfil biográfico no nos puede ser ajeno a la hora de administrar y ponderar los méritos propios de una obra sin duda muy dispar en su ejecución, construida al amparo de una técnica intuitiva, en pleno proceso de asimilación formal y métrica, pero generosa en su aporte de imaginería y sorprendentemente madura en la visión interiorizada de la naturaleza, entendida esta como escenario sensible de la existencia.
            La voluntad de alternancia entre el verso liberado de las ataduras del metro y la rima (en quince composiciones) y el uso consciente de fórmulas estróficas que beben de la tradición española (en las veintiuna restantes) confiere al conjunto el inopinado aspecto de una antología rica en matices, reveladora de la inquietud y el afán de búsqueda de una voz propia, todavía inexperta y vacilante. El tono cancioneril, romanceado, que preside algunas piezas remite a la facción populista del Grupo del Veintisiete, sobre todo a García Lorca y Alberti, y extiende su brazo hacia Juan Ramón Jiménez, de donde salta a los siglos áureos y, concretamente, halla su igual en la noche oscura de Juan de la Cruz (En un instante) o en indudables reminiscencias de aquella vida retirada que cantó en liras fray Luis de León (Haciéndome una flor). Pero es el verso de arte mayor, que contadas veces se pliega a la rima o bien se conforma con la ligera asonancia alterna de los pares –sea el alejandrino de A unos sauces llorones, Ahora que hace ocaso o Aquí donde; sea el endecasílabo de Distante voz, Este deseo, Dios, de ver el alba, Por todas partes o Remansos otoñales–, el que mejor interpreta su discurso panteísta, integrador de las pequeñas cosas, necesitado de espacio a través de una sintaxis de medio y largo recorrido. No hay que ocultar el forzado afán que derrochan los sonetos –seis se han salvado; otros cuatro se excluyeron–, piezas que verosímilmente surgieron como retos autodidactas y pruebas de talento para su autor. Todos ellos se adscriben a la tendencia religiosa que tanto motivó a Sánchez del Castillo, desde el ya citado por su ascetismo frayluisiano (Haciéndome una flor) al que dedica al Cristo del Calvario, así como Con alas de lluvia y Entrega; Eso eres tú, palmera posee un ineludible regusto hernandiano, y se diferencia de los otros por la adopción anómala de la rima ABAB en los cuartetos; por último, Paraíso evoca ese ámbito adánico e inmaculado, escenario de fondo de buena parte de los textos, no obstante el artificio tosco que nos depara la solución de los tercetos.
            La marca de un tiempo que ubica la experiencia poética se averigua ya en los títulos de muchos poemas, y describe un arco que discurre entre la generalidad de las estaciones y los meses (“A Abril, que ha llegado”, “Otoño”, “Primavera”, “Remansos otoñales”) y la concreción cifrada en horas (“A las ocho”) o en períodos puntuales (“En un instante”, “Noche”). Pero el empeño más notorio se concierta con los momentos respectivos de la salida y la puesta del sol, sendos hitos de inspiración para el poeta, lo que propicia un contraste teórico entre poemas matutinos (“Amanecer en el mar”, “Este deseo, Dios, de ver el alba”) y vespertinos o crepusculares (“Ahora que hace ocaso”, “Jardines en atardecer”), reparto bidireccional que no se detiene en las palabras que titulan, claro es, sino que subyace en la raíz constitutiva y se ramifica después hacia los versos esporádicos de otras composiciones, decantadas porcentualmente del lado del ocaso, como se ha advertido en Dame tu brazo, amor, Juegos de mar, Plegaria para que salga el sol o Qué dolor me recuerdan. En Íbamos, Judas se principia con la enunciativa “Hacía un sol tremendo”, y más abajo ya ha transcurrido el día, la jornada del mundo, pues “A nuestra espalda / el sol caía solamente por las calles”. Otro ejemplo de comienzo significado en la imagen solar lo encontramos en el poema Por todas partes: “Colgado tengo el sol”.
            Si el sol en tanto que símbolo de luz es un recurso omnipresente, el mar con sus imágenes y otros elementos como el río, los árboles o las aves contribuyen a decorar ese paisaje-paraíso que justifica la plena fusión de voluntad lírica y Naturaleza exaltada. Así, en A unos sauces llorones se parte de la constatación irónica del apelativo nominal para proponer un bello canto de solidaridad –si sois llorones, entonces llorad conmigo–, en un proceso de sutilezas cómplices que se abre del “yo” al “nosotros”. En Amanecer en el mar se suceden alusiones a las raíces, los pájaros, el sol, la manzana, el mar, los pinos y el cielo, todo ello imbricado en la percepción del instante: “Es el momento justo”. Aquí donde prefigura una especie de epitafio robado al futuro como propuesta de paz y de sosiego, a través de las sencillas cosas en que la Creación fulge y concierta su sentido (árboles otoñales, hoja seca, el poeta y los llorones, los ríos, el guijarro…). Es, en efecto, la afirmación consecuente de un panteísmo cristiano, universal, que apela al Dios que habita en cada criatura y en cada brizna de hierba, por trivial que su concurso pueda parecer a los ojos distraídos del hombre de hoy (Haciéndome una flor u Hojas caídas son dos buenos ejemplos).
            Junto al predominio de la conciencia poética de retiro y aislamiento sensible, padecidos como paradójica afirmación de un destino (Andando soledad, Distante voz), y la relectura personal de iconos harto significados en la dilatada psicografía judeocristiana (Adán y Judas, la Virgen del Carmelo, el Cristo del Calvario, el mismo Dios), la compañía humana se postula sin embargo en algunos pocos textos: el poema A las ocho toma una segunda persona henchida de complicidad, para que las palabras y las frases comuniquen una estampa todavía casta e imperecedera de la amistad (“nuestro continuo abrazo”, “parecíamos los dos unos poetas”); Dame tu brazo, amor y No sé dónde habitas se erigen en sendos preludios del amor sexuado, pre-carnal, y es sobre todo en el segundo donde ese erotismo latente orientado hacia el futuro de posibilidad administra muchos quilates de poesía; Qué dolor me recuerdan fija la atención en los gritos de unas niñas anónimas que juegan en la plaza, para evocar una fe contradictoria (“qué dolor me recuerdan / y de qué amor me llenan”) que no es sino el trasunto melancólico de aquella edad que se aleja; Para no despertarte se singulariza como un poema muy sentido, poblado de sigilos y susurros de eternidad (“cogí un trozo de tierra”, “los metros de tu tierra”), pues no en balde el autor se lo dedicó a su madre, fallecida en octubre de 1951.

Hasta aquí el breve apunte que nos habíamos propuesto para presentar al lector la persona que fue y la obra que legó el poeta Antonio Sánchez Fernández bajo el apodo Sánchez del Castillo. Receloso de la legitimidad de los prólogos procaces y de esas ediciones críticas que tan a menudo torpedean con su ciencia la escueta verdad que por sí solos los versos iluminan, el instigador y responsable del presente volumen optó por la discreción del epílogo y por un examen textual muy genérico, refrenado en su fe, sin vanos alardes ni aspavientos gratuitos ni peregrinas adhesiones. Tal vez se hubiera podido ahondar en la bondad lírica de media docena de títulos que sobresalen del conjunto y que se saben dignos de figurar en las caprichosas compilaciones locales y regionales, como es el caso de A unos sauces llorones, Íbamos, Judas, En un instante, Este deseo, Dios, de ver el alba, No sé dónde habitas o el inexcusable Adán. Tal vez. Pero se trataba precisamente de sortear las restricciones que dicta la retórica universitaria con su lenguaje enmarañado y endogámico; creemos que un acercamiento de tamaña especie, al infiltrarse en estas páginas de homenaje necesario y necesariamente divulgativas –el 13 de noviembre de 2007 se cumple medio siglo de la muerte del poeta–, habría desvirtuado con su aparato ajeno la desnuda ofrenda que, al cabo, subsiste y triunfa en el alma de estos treinta y seis poemas: ellos son los protagonistas, y, a la par que ellos, la mirada cómplice y soberana del lector.

1 de noviembre de 2007

GARCÍA MÁRQUEZ: LOS TIEMPOS DE UNA CRÓNICA



MANEJOS DE LA TEMPORALIDAD
EN CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

En Conversación de otoño. Homenaje a Mario
Vargas Llosa, VVAA, pp. 337-345, Murcia, 1997.


Consciente del peligro de plagio crítico que conlleva cualquier acercamiento a la producción narrativa de un autor cuya obra ha suscitado el mayor volumen de estudios de los últimos treinta años en los ámbitos del hispanismo, siendo asimismo el más unánimemente aplaudido por profesores y especialistas, por colegas de las más diversas culturas y legiones de lectores de todo el mundo; consciente del riesgo, pues, he optado por afrontar este análisis de un modo ciego y, dicho sea sin pudor, de un modo desnudo –si se permite la osadía de dos adjetivos tan poco académicos–, apenas con el exclusivo soporte de las ajustadas consideraciones de Boris Tomachevski acerca de los conceptos “trama” y “argumento” (o “historia” y “discurso”) en relación al tiempo en el relato, por un lado, y por otro, cómo no, de las huellas textuales rastreadas con tal propósito en las páginas de Crónica de una muerte anunciada, título aparecido en 1981 y que supuso el definitivo espaldarazo para la concesión del Premio Nobel de Literatura.
            Es por ello que se ha estructurado el desarrollo del trabajo en dos partes. En la primera nos limitamos a transcribir, tras una breve actualización teórica, aquellos lugares de la novela en donde se hace una referencia expresa al tiempo de la historia, con pormenorizaciones y pistas que aseguran al receptor un dominio casi absoluto del periplo de los protagonistas en cada momento. En una segunda parte se aborda el análisis de tales exactitudes cronológicas mostrando su incidencia según el orden de aparición en el texto, para, acto seguido, habilitar el orden lógico que de él se desprende, circunstancia esta que de alguna manera tuvo que prenotar el autor antes de aplicarse a la redacción de los hechos, pues de otro modo no se entendería ese infalible despliegue informativo-documental que constituye el calculado armazón de la historia.         

Fue Doris Lessing quien, en su excepcional Laocoonte, siguiendo un antiguo tópico de estirpe aristotélica, caracterizó a la literatura y a la música como artes temporales, frente a las denominadas artes espaciales, entre las que estarían la pintura y la escultura. Es evidente que todo discurso literario implica sucesión y movimiento, pero mucho más en el caso de la novela, género en donde estos rasgos se extreman hasta llegar a convertir la administración del tiempo en el auténtico eje conductor. Si recordamos ahora la definición que del discurso o “argumento” diera Tomachevski, se observará con facilidad que la distinción entre la trama (u orden lógico-causal de lo sucedido) y el argumento (u orden artístico en que aquella trama se traduce) reposaba en gran medida sobre la instancia temporal; en efecto, el novelista podía ordenar los hechos de una forma distinta a como habían sucedido, presentando unos antes y otros después y, en definitiva, construyendo de nuevo su discurso. Así que, como el lenguaje es temporalidad y se desarrolla en la sucesión, la estructura discursiva implica necesariamente una organización cronológica: al género novela, según esto, nunca le es ajeno el tiempo.
            Siempre se ha destacado, y más aún después de Tomachevski, que el asunto del tiempo en el relato debe remitirnos a la tasación de dos columnas o cronos interrelacionados: el de la historia, según el cual todo hecho sucede dentro de un orden lógico-causal que atiende a un orden de desarrollo y a una frecuencia; y el del discurso, pues es claro que toda ficción literaria organiza, administra y manipula a su manera aquel tiempo de la historia, creando así una nueva dimensión temporal que desobedece las reglas de esa lógica causa-efecto. Por consiguiente, el punto de partida para cualquier estudio de esta índole consistirá en poner de manifiesto la falta de correspondencia entre uno y otro tiempo (repito: el de la historia y el del discurso). La teoría clasicista de la unidad propendía a salvar esa distancia haciendo coincidir ambas columnas en lo posible, pero es un hecho que en Literatura tal identidad es poco menos que utópica. (A pesar de lo cual, anticipo desde aquí que la novela que hoy motiva estas palabras no deja de alentar ese destino, y aspira a ser, a mi juicio, una atrevida excepción a esa utopía, como más adelante se verá).
            Ya nos hizo notar la clarividencia crítica del profesor Baquero Goyanes que la relación del tiempo de la historia con el tiempo del discurso puede establecerse desde tres ejes; verbigracia: 1) Relaciones entre el orden temporal de sucesión de los hechos en la historia y el orden en que están dispuestos en el relato; 2) Relaciones de duración, o el ritmo y rapidez de los hechos en la historia frente al ritmo o rapidez del discurso; y 3) Relaciones de frecuencia, esto es, repetición de hechos en la historia y repeticiones en el discurso. A partir de ahora yo me centraré sobre todo en el primer eje, tratando de recomponer el orden lógico de la trama desde las huellas textuales que el autor introduce dosificadamente en la narración. Más adelante haré también una cala en lo que se refiere al segundo aspecto, el de la duración, ya que estimo que García Márquez, a conciencia, debió esforzarse en aproximar esos dos tiempos para dotar a su novela de una cierta unidad –unidad de tiempo, claro–, según el postulado clásico. En cuanto al tercer eje, aplazo su estudio por razones de prioridad y espacio –que el lector, universitario o no, seguro agradecerá–, pues sin duda se desliza hacia dominios no exclusivos de la temporalidad que, me temo, pudieran desequilibrar las virtuales pretensiones de este artículo.
            Pero empecemos con nuestro objeto. La organización del discurso en esta breve pero intensa novela nace de una apertura intrigante en donde, paradojas de la intriga, ya se anticipa el final; y se anticipa en serio, sin el falso guiño de aquel no menos ejemplar comienzo de Cien años de soledad (recuérdese la expectativa frustrada de que el coronel Aureliano Buendía terminara sus días “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento”, pero luego resulta que sobrevive a ese lance y entonces el lector debe corregirse a sí mismo por haber sospechado lo que la deliberada ambigüedad del narrador quiso que sospechara). Además, en la Crónica, también desde el principio se nos aporta el primer dato importante en forma de señal horaria: las 5.30 de la mañana, cuando Santiago Nasar, la anunciada víctima, se levanta “para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Puede decirse que desde esa cifra exacta hasta que muere asesinado noventa y cinco minutos después (esto es, hasta las 7.05, hora que aunque no se hace explícita en el texto sí que puede desprenderse con relativa facilidad) tiene lugar el ámbito “presente” de la narración, al menos en cuanto atañe al sacrificado protagonista.
            Por otro lado, el paréntesis discursivo observa varios grados de ampliación hacia el pasado (la llegada al pueblo de Bayardo San Román, por ejemplo) y hacia el futuro (como es el reencuentro de los desposados mucho después de la tragedia). No obstante, nos interesa más que ningún otro el período que se remonta a las dos de la madrugada, cuando víctima y victimarios, ajenos todos a su destino inminente, compartían los últimos coletazos de la fiesta de bodas en la casa de María Alejandrina Cervantes. Así, el tiempo abarcado –que, sabemos, se sitúa unos veintidós años atrás respecto al presente de la narración, hecha en forma de crónica periodística– se podría concretar entre las dos de la madrugada de ese “lunes funesto” y las 7.05 de la misma mañana; esto es, en unas cinco horas que cubren el arco de separación física entre las dos partes enfrentadas, ya que, como más arriba apunté, ambas disfrutan de la parranda más o menos hasta las dos, pero se colige que desde las tres hasta el momento del crimen los agresores Pedro y Pablo Vicario pasan su tiempo buscando, o diciendo que buscan, a la otra parte (Santiago Nasar, único en el pueblo que ignora esa búsqueda) con el propósito de asesinarlo.
            Pero veamos, en síntesis, el orden discursivo en que se van sucediendo tales huellas horarias, según la disposición novelística del tiempo (citamos número de página por nuestro ejemplar de Editorial Bruguera, 11ª edición, diciembre de 1982):
   
p. 9: “Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana”
p. 10: “desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después
p. 32: [Cristo Bedoya] “Había estado de parranda con Santiago Nasar y   conmigo hasta un poco antes de las cuatro
p. 34: “Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza”
p. 71: “en el puerto, 45 minutos antes de morir” [=a las 6.20]
p. 74: “Por allí pasaron entre otros muchos los hermanos Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar cinco horas antes de matarlo” [=hacia las dos] 
p. 77: “Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por su madre”
p. 81: “habían empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos
p. 82: “Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una hora que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado” [=hacia las 4.20]
p. 83: “Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando   acababa de abrir su mesa de vísceras”
p. 87: “La tienda vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformaba en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de la madrugada”
p. 88: “Los hermanos Vicario entraron a las 4.10” [en la tienda de Clotilde Armenta]
p. 90: “El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos Vicario”
p. 91-92: “Entonces fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo. Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y empezaba a llover, me dijo el coronel Lázaro Aponte”
p. 94: “Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que fueron a comprar leche, y estas los habían divulgado por todas partes antes de las seis
p. 95: [Clotilde Armenta] “Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba todos los días a pedir un poco de leche por caridad”
p. 104: “Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio”
p. 107: [Santiago Nasar] “Fue a él a quien se le ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo de Xius para cantarles a los recién casados”
p. 109: [Santiago Nasar, entre las 4.10 y las 4.20] “No era posible pensar que tuviera algún malestar de la conciencia, aunque entonces no sabía que la efímera vida matrimonial de Ángela Vicario había terminado dos horas antes
p. 110: [Victoria Guzmán] “A las 5.30 cumplió la orden de despertarlo”
p. 169: “Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56. Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado”
p. 170: “En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58
p. 179: [Flora Miguel] “Sólo sé que a las seis de la mañana todo el mundo lo sabía
p. 180: “Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana” [en la casa de Flora Miguel, novia de Santiago Nasar]
    
            Varias cosas llaman la atención en estas únicas veinticuatro señales. Para empezar, la insistencia hasta en once ocasiones en precisar numéricamente la hora, anotada al minuto. Reseñable también la repetición de una sola cifra, las 5.30, y la constante alusión a acontecimientos sucedidos en torno a las cuatro. No deja de ser llamativo, en fin, que en las últimas páginas de la novela el narrador se obstine, por medio de Cristo Bedoya (el amigo, el único que de verdad quiso hacer algo para prevenirlo), en concretar primero las 6.56, en su propio reloj, y después las 6.58, la hora más cercana a la del crimen, en el mismísimo reloj de pulsera de Santiago Nasar, que este había dejado por olvido sobre su mesa de noche; de tal suerte que el desenlace se ralentiza con maestría y favorece que la intriga se alargue aún, y ello pese a que tal desenlace había sido anunciado sin ningún reparo –o más bien como una original propuesta de estrategia a la contra, pero tanto más eficaz– ya en la primera frase de la crónica.
           
Hemos comprobado cómo el relato se organiza en una serie de saltos adelante y de saltos atrás, es decir, de anacronías discursivas entre el orden de sucesión en la historia y el orden de sucesión en lo que propiamente denominamos relato. Tanto en las analepsis (retrospectivas) como en las prolepsis (anticipadoras) se pueden distinguir muchos tipos internos que aquí no conviene recorrer, aunque hubiera merecido la pena el examen minucioso de, al menos, el alcance y amplitud de cada anacronía, ya sea de pasado o de futuro. Por “alcance” se entiende la distancia temporal que separa el tiempo incluido en la anacronía respecto del tiempo presente: en este caso unos veintidós años; por “amplitud”, la duración que pueda tener la historia cubierta en la anacronía, que, como se dijo, en la novela que nos ocupa es fundamentalmente de unas cinco horas, desde las dos hasta las siete de la mañana, si bien con la muy rentable posibilidad de desgajarla en dos, justo por la línea divisoria de esas 5.30 horas que dan entrada a la crónica para colocar al personaje protagonista en camino hacia la muerte.
            No obstante, en la recomposición lógico-causal que nos hemos permitido extraer (y que, sospechamos, no ha de andar muy lejos de la que el propio Gabriel García Márquez usó para no extraviarse en los recovecos de la fábula, o más bien en la desmemoria verosímil de su cronista-narrador), se ha creído oportuno distinguir dos frentes, que corren paralelos y que solo se cruzan al principio y al final; además de un tercero que sirve para apuntalar los anteriores, pues redunda en datos que completan y confirman informaciones previas. (Véase el gráfico anexo de la última página).
            Por un lado está Santiago Nasar, la víctima, quien a las dos de la mañana se encuentra de parranda en la casa de María Alejandrina Cervantes, continuándola hasta poco después de las cuatro en las inmediaciones de la quinta del viudo de Xius (adquirida por los recién casados), ajeno él y también sus acompañantes a que la vida matrimonial de Bayardo San Román y Ángela Vicario se había truncado un par de horas antes). Se sabe que Santiago Nasar entra a su casa a las 4.20 y que duerme hasta las 5.30, hora en que es despertado por Victoria Guzmán, según sus órdenes. Sale de ahí a las 6.05, a una hora exacta de ser asesinado en su misma puerta. Un cuarto de hora después, a las 6.20, se halla en el puerto con motivo de la llegada del obispo, que pasa de largo. A las 6.25 se va hacia la plaza del pueblo del brazo de su amigo Cristo Bedoya. Cuando ambos se separan, y de un modo que nadie hubiera previsto, quiere el destino que se detenga en la residencia de su novia, ya a las 6.45, donde es alertado por su suegro de las intenciones de los hermanos Vicario. Entonces, aturdido por una noticia que no entiende, a la que acaso no da crédito, camina de nuevo hacia su casa por el centro de la plaza, siendo ya alrededor de las siete de la mañana.
            La otra línea argumental es la que comandan los gemelos Pedro y Pablo Vicario, que se sienten en la obligación de vengar el honor perdido de su hermana. A las dos están aún de fiesta con Santiago Nasar y con otros en el mentado recinto de María Alejandrina Cervantes. Pero un poco antes de las tres son “llamados de urgencia por su madre”, que los pone al corriente de la devolución de la novia porque el esposo ha descubierto que no es virgen; “dinos quién fue”, le preguntan a Ángela Vicario, y el párrafo siguiente se convierte en todo un alarde de sabiduría literaria, máxime si tenemos en cuenta que la novela no resuelve, ni quiere resolver, la culpabilidad o no de Santiago, antes al contrario: “Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. –Santiago Nasar– dijo.” A las 3.20 un carnicero amigo los ve coger los cuchillos, con los que entran en la tienda de Clotilde Armenta a las 4.10, y en este lugar permanecen casi tres horas, hasta las siete, salvo el pequeño intervalo que necesitan (hacia las cinco y media) para ir a por otros cuchillos nuevos, ya que el coronel Lázaro Aponte se los había arrebatado para disuadirlos de su increíble determinación. A las 7.05, cinco horas después, vuelven a encontrarse con Santiago Nasar para cumplir el vaticinio, la muerte anunciada.
            Entre tanto, el rumor se había extendido y todo el pueblo sabe desde antes de las seis que los hermanos Vicario andan buscando (o más bien esperando) a Santiago Nasar para matarlo, pues lo creen responsable de la deshonra de su hermana. Tanto Clotilde Armenta como el coronel Lázaro Aponte y el amigo Cristo Bedoya participan en los tímidos intentos para impedir lo inevitable, hasta que la fatalidad se impone con su precisión de tragedia clásica e involucra a todos, incluso a la madre del muerto, que apenas unos segundos antes de consumarse el crimen cierra la puerta por donde su hijo hubiera podido entrar y salvar la vida.
           
La conclusión, en cuanto se refiere a manejos de la temporalidad, es, entonces, fácilmente deducible: Gabriel García Márquez, genial emulador de la tragedia clásica en esta bien denominada “tragedia del trópico”, no solo ha acertado a condensar en ese tiempo de crónica y lectura lo que podría ser el tiempo normal de escenificación de, por poner un ejemplo paradigmático, Edipo Rey de Sófocles, sino que, según he advertido por mi experiencia propia y por otras confidencias ajenas que quiero valorar, una lectura-modelo (aunque me consta que no la hay) o un ritmo de lectura normal (que tampoco) sería aquel que diera cuenta del relato en ese tiempo aproximado de 95 minutos, de tal manera que la andadura de Santiago Nasar desde que se levanta hasta que cae muerto corre paralela (o no es descabellado sincronizarla) con el paseo del lector por sus páginas desde esas 5.30 hasta esas 7.05 de la mañana, con la muy lícita diferencia de que el lector sabe desde un primer momento lo que va a ocurrir, mientras que Santiago solo lo atisba unos quince minutos antes de que suceda, no comprendiéndolo ni siquiera en el último instante, cuando todo el pueblo (incluido el cronista e incluido, ya para siempre, el lector) asisten mudos al sacrificio en que podemos resumir la crónica tensa de tan anunciado desenlace.

julio de 1993 y agosto de 1995




ANEXO  GRÁFICO


Hora         SANTIAGO NASAR       HERMANOS VICARIO     OTROS
  

2.00.….  todos en casa de María Alejandrina Cervantes       Bayardo devuelve
                                                                                                              a Ángela Vicario

3.00 (-).   .......................................        regresan a su casa          ................................
  
3.20......   .......................................        cogen los cuchillos          ................................
  
3.30......   .......................................        ........................................      Clotilde Armenta 
                                                                                                                   abre su tienda
                                                                                                                                      
4.00 (-).  sigue de parranda             .......................................       el coronel Lázaro
                                                                                                              Aponte se levanta
                                                                                                                                      
4.00 (+). frente a la casa de            ......................................        aviso de Clotilde
                los desposados                                                               con la pordiosera
                                                                                                                                      
4.10......   .......................................        entran en la tienda           .................................
                                                                 de Clotilde
  
4.20....    entra en su casa               ......................................         .................................

5.00 (-).   .......................................        ......................................        coronel Lázaro A.
                                                                                                              sale de su casa
 
5.30…..   se levanta                            ......................................        ..................................

6.00 (-).   ........................................       han divulgado                    ……………………...
                                                                sus propósitos       
  
6.00......   ........................................       ......................................         todos lo saben, 
                                                                                         menos Nasar
 
6.05......  sale de su casa                 ......................................         ...................................
 
6.20..…  en el puerto                         .....................................         ……………………....
  
6.25..…  hacia la plaza,                     .....................................         ....................................
                con Cristo Bedoya
  
6.45..…  es advertido en                  ,....................................         …………………….....
                casa de su novia
  
6.56......   ........................................       ………………………..        Cristo Bedoya busca 
                                                                                                              a Nasar en su casa
                                                                                                                           
6.58......   ........................................       ………………………..        Cristo Bedoya en 
                                                                                                                  el cuarto de Nasar
 
7.05...... PEDRO Y PABLO VICARIO ASESINAN A SANTIAGO NASAR FRENTE
                  A LA PUERTA DE SU CASA, CON TODO EL PUEBLO POR TESTIGO
             

CORTÁZAR: ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO



EL PERSEGUIDOR DE JULIO CORTÁZAR:
UN DIÁLOGO INSOLUBLE ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO

En Conversaciones de famas y cronopios. Encuentros
con Julio Cortázar, VVAA, pp. 303-309, Murcia, 1996.


Si hay un rasgo que caracteriza –más aún, que determina– a una parte muy significativa de la crítica literaria en las últimas décadas de este siglo que se nos va, de este milenio que se nos va, ese es sin duda su abierta y creciente intromisión en los dominios de lo ficcional, su casi coqueteo incestuoso con el objeto que naturalmente diera cauce y razón a su nacimiento y desarrollo: la Madre Literatura. De modo que lo que comenzó siendo el discurrir de dos ámbitos paralelos, el de la creación y el de la crítica (aunque complementarios, siempre receloso el uno del otro), ha concluido por apuntar hacia una unidad genérica en donde vuelve a latir el antiguo dilema irresoluto del huevo y la gallina, pues ahora más que nunca parece que ya no cabe subordinar ni anteponer legítimamente el crítico al artista, y tampoco al contrario, sino que ambos miembros del estamento cultural han aprendido a conducirse por corredores expresivos comunes, próximos al hibridismo. Por tanto, no es imperioso recurrir aquí a la cita socorrida de autores de la talla de Mijaíl Bajtín o Roland Barthes para que, sin más, reconozcamos en la crítica un nuevo género literario (o no tan nuevo) que goza y se recrea en la palabra ficcionada y que hace suyas las precisas armas del arte de contar historias, del arte de fabular, y ello sin renunciar un ápice a su previsible y primordial cometido: aprehender y realzar todo lo aprehensible y realzable desde la perspectiva siempre metódica y científica que debe aportar el comentario. Baste para demostrarlo el ejemplo de Cervantes, quien supo (y no solo en El Quijote) anticipar ese camino introduciendo en sus relatos sutiles consideraciones teóricas; baste, entre nuestros contemporáneos más citados, la obra completa de Jorge Luis Borges, que no deja de ser crítico-ensayística desde el seno mismo de la ficción, o viceversa.
El autor que nos ocupa, Julio Cortázar, no ha sido ajeno a estos devaneos en muchos pasajes de su voluminoso legado (pensemos en Morelli, sin ir más lejos), siendo en concreto en su novela corta El perseguidor donde, a mi entender, alcanza las mayores cotas de clarividencia al respecto. No lo hace, es claro, desde la facilidad tan sospechosamente borgiana del referente literario, sino que bucea en el mundo de la música para, escudándose tras un narrador que es a la vez crítico de jazz y biógrafo de un saxofonista, indagar la auténtica dimensión de ese ser facultado a quien todos consideran un genio. Mi propuesta de análisis se centrará a partir de ahora, pues, en ese diálogo insoluble que desde el principio sirve de eje argumental y que implica sin remedio dos visiones contrapuestas, la del analista frente a la del creador que lo sustenta, atisbándose a la postre una suerte de compasiva conciliación que, en sí, avanza algunas claves de lo que es o debe ser el compromiso esencial del artista verdadero.
            Objetivamente, de entrada, vale decir que el músico Johnny Carter –nombre literario que encubre al legendario Charlie Parker (1920-1955)– es un ser descuidado e irresponsable, pues “nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos”; un ser magnificado por su “soberana indiferencia” ante los reveses que cotidianamente le depara el destino; un ser que sufre continuas alucinaciones a causa de su adicción al alcohol y a la marihuana; un ser que, en suma, se encuentra “en la peor de las miserias”. Por si ello fuese poco, cualquiera que lo trate no tardará en albergar “la sensación de que está solo, completamente solo”, y también la de que, por otro lado, “nadie puede ser más vulgar, más común, más atado a las circunstancias de una pobre vida”. Los esfuerzos descriptivos por parte del narrador coprotagonista, bautizado Bruno V…, se amparan en estos datos iniciales, concretos, objetivos, para irse disgregando a medida que se profundiza en los actos y reflexiones del personaje, hasta hacer impracticable esa pretendida definición, ya que, a poco que investiguemos, lo que hallamos es que sencillamente “la diferencia de Johnny es secreta, irritante por lo misteriosa, porque no tiene ninguna explicación”.
            Pero todavía se da un paso más en la caracterización negativa del admirado genio del saxo, quizá para ganar la simpatía del lector a fuerza de contraste, o tal vez para que se vaya cimentando la minuciosa intriga psicológica que lo atenaza. Así, es él mismo quien reconoce, refiriéndose a su propio cerebro: “No hay nada aquí dentro […]. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo”; o esto otro, tan revelador: “Yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. El tal Bruno tampoco escatima asertos denigrantes para constatar la bajeza intelectual que a cada momento advierte en su idolatrado jazzman: en un pasaje dice que “su edad mental no le permite comprender” ciertas cosas de las que habla en su biografía sobre Johnny (que Johnny acaba de ojear en inglés), mientras en otros lo considera sin ningún pudor como “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre”, u “obsesionado por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender pero que flota lentamente en su música”. De ahí a la paradoja el salto es mínimo, como veremos.
            En efecto, ante la pregunta inevitable que preside la historia de principio a fin –¿“qué es Johnny”?–, el narrador opta por aclararnos sin reservas qué no es Johnny; por ejemplo, “no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación”, “no huye de nada”, “no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo”. Muy al contrario, “Johnny persigue en vez de ser perseguido”, aseveración que funciona no solo como clave magistral del título, sino de todo el entramado argumental, máxime si a continuación aceptamos que “nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny”. Sin embargo, es, como ya insinué, en la paradoja, donde debemos cifrar la mejor definición del protagonista, acaso la única posible: Johnny es “un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento”; o bien, es “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”.
            Superada esta mediocridad evidente y casi lastimosa que converge en su persona, el otro lado de la moneda nos oferta, en cambio, la posibilidad de un Johnny distinguido como ser aparte, ajeno a todo el cúmulo de sensateces convencionales que sancionan al individuo como entidad socialmente aceptable, pero también motivo de atracción desmesurada para una elite de melómanos entusiastas. Nadie discute que se trata de una criatura excepcional, única, que “ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta de hoja, y se acabó”. Bruno, su más sesudo seguidor, llega incluso a emparentarlo con la divinidad cuando dice que “tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto”; y más adelante, por boca de otro compañero también músico: “Si Dios estaba ayer en alguna parte puedes creerme que era en esa condenada sala de grabación”. Tal magnitud de su talento quizá se justifique por “la distancia que va de Johnny a nosotros”, que por supuesto “no se funda en diferencias explicables”. No obstante, y este es un apunte básico, es claro que todo se reduce a una cuestión de perspectiva, pues, como bien intuye el narrador de esta historia, “a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso […] porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino”; y a continuación confirma esa distancia con una frase, con dos palabras –perfección, distracción– que a mi juicio contienen en sí, bien hermanadas, la escurridiza paradoja que define al artista: “lo que el público entiende por perfección […] en Johnny es más bien distracción, dejar correr la música, estar en otro lado”.
            Sí, en otro lado, o del lado de allá, si rentabilizamos la raíz ético-estética que subyace en la otra gran novela de Julio Cortázar, Rayuela. Y en ese otro lado, en la siguiente vuelta de tuerca a que es sometido dialécticamente el personaje, lo que nos aguarda es el zarpazo agudo de la conmutación, entendida aquí como un salto de acrobacia que nos permite –a nosotros también, impávidos lectores– cruzarnos a mitad de vuelo con él, con el mismísimo Johnny Carter, para presentir por un instante la verdad profunda que apuntala su mundo de alucinaciones y de miedos, frente a nuestra verdad aparente y abonada de razones que solo ahora, desde el vértigo del otro lado, nos atrevemos a cuestionar. Alerta Bruno, en este sentido, de que lejos de ser Johnny algo extraño, lejos de ser “un ángel entre los hombres […] quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros”. Repito: una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Por eso no se contradice cuando niega que su ídolo sea un genio, y hasta consiente en admitir que “no es nada del otro mundo”, para hartarse luego de denunciar en un párrafo cabal y decisivo que no, que no hay en él la menor grandeza, que en todo caso lo que hay en Johnny es “como el fantasma de otro Johnny que pudo ser, y ese otro Johnny está lleno de grandeza”. (A propósito de esto último, se me ocurre que Cortázar, cómo no, había frecuentado la prosa demorada y a ratos exasperante de Henry James, y seguro que alguna trama irrenunciable del maestro inglés –de fijo, La vida privada, pero también La media edad y La lección del maestro– participó, consciente o no de ello, de la génesis y pulso narrativos que con toda audacia pone en juego en El perseguidor).
            En el otro platillo de la balanza se nos brinda la figura casi tópica del crítico, que asimismo hace las veces de narrador autoincluyéndose, cual si de una crónica o diario personal se tratase, en el dinámico suceder de los acontecimientos, de manera que sus puntuales meditaciones sirven de excelente contrapeso al constituirse él en virtual comentarista subjetivo de las novedades que, poco a poco, van cimentando la progresión del relato. Bruno nos informa desde muy pronto de que ha escrito un libro “sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra”, en el que solo menciona “de paso, discretamente, el lado patológico de su persona”. Las alusiones a tal engendro se suceden con su justa inmodestia hasta lograr, ya en las páginas finales, todo el protagonismo que su autor venía solicitando con subrepticio encono, solo que ese protagonismo se quiebra peligrosamente por su zona más sensible: la que atañe a la opinión que el propio biografiado tiene sobre él.
            Pero antes de abundar en este aspecto, que es chispa inductora del desenlace, en un estadio previo que voy a calificar de superficial –por mercantilista, por henchido de burdos intereses que no concuerdan con la humildad aristocrática del artista–, cumple que nos detengamos en la propaganda sutil, orgullosa, que Bruno hace de su libro. Desparramados por el texto y casi hilvanando desde fuera ese orden lógico, temporal, que Johnny niega o no comprende, se manejan una serie de datos objetivos que colman al conjunto de una actualidad, de un presente en diacronía. Así, se advierte de la esperada edición en inglés e italiano (sobreentendido que el original está en francés), se habla después de una traducción al español, de otra al alemán y, al fin, de otra previsible al sueco o al noruego. De hecho, y puesto que el libro se vende muy bien en todas partes (“se vende como la coca-cola”, comparación harto expresiva), no es absurdo soñar con “una posible adaptación en Hollywood, cosa siempre interesante cuando se calcula la relación franco-dólar”. Es decir, que su entrada fulminante en los circuitos comerciales lo convertía en una especie de best seller muy rentable, pese a las objeciones radicales, como veremos, de ese pobre Johnny mitificado por otros tras su saxo. Por eso, de cara a una segunda edición, Bruno piensa en las probables modificaciones, preguntándose conmiserativo “si no hubiera sido necesario mostrar bajo otra luz la personalidad” de su biografiado; mas al cabo ni la toca, y tan solo incorpora una providencial nota necrológica y una fotografía del entierro, ya que Johnny ha muerto poco antes de que vea la luz esa segunda edición. Y “en esta forma la biografía quedó, por decirlo así, completa”.
            Completa, ha dicho, adjetivo que en este caso se entenderá como sinónimo de cerrada, fija, irrevocable. El crítico se lava las manos tras esa última afirmación, en la que por otra parte no es difícil percibir el estigma riguroso de la mala conciencia. Sus disculpas anticipadas (del tipo de “he tratado de escribirlo bien y verídicamente”, o “Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones”, o esta otra más siniestra, “Honrado en la medida en que la profesión lo permite”) no resuelven la incertidumbre íntima que las dicta, pues intuye tal vez que los resultados de su trabajo nacen tergiversados desde el momento en que aceptamos que de toda crítica de arte emerge una consustancial conjura, una forma de traición a ese arte que, por serlo, no transige con el frío aparato metódico que desmonta y malversa y profana su misterio. De ahí que Bruno, un hombre que se ha “pasado la vida admirando a los genios”, un hombre que a menudo se deprime por “no ser nada más que un crítico”, asuma lúcidamente la elocuencia de Johnny para hacernos notar que este “tiene razón, la realidad no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad, porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo”.
            Más arriba nos preguntábamos por la definición que pudiera ajustarse a Johnny, el músico genial y, por consiguiente, inclasificable, inexplicable, indefinible. Pero, ¿y el crítico, y “ese hombre que solo puede vivir de prestado, de las decisiones y novedades ajenas”? Bruno deja entrever algunas cualidades que competen a su oficio, entre ella la de saber “sancionar comparativamente”, girando en torno a quien juzgamos “sin perder la distancia, como un buen satélite”, y a ser posible desde “un plano meramente estético”. Esto solo en principio, pues el carácter dubitativo del narrador (tan abrumado por su ángel o hermano) matiza con frecuencia tales trazos, y otras veces los minimiza para recuperar un optimismo endeble y, de paso, conducirnos de la mano al motivo nuclear de este ensayo: la relación intelectual entre el crítico y el genio, relación que deberá quedar supeditada a la premisa expresa en esta cita: “de pronto me alegra poder pensar que los críticos son mucho más necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a reconocer […], porque los creadores, desde el inventor de la música hasta Johnny pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer las consecuencias dialécticas de su obra, postular los fundamentos y la trascendencia de lo que están escribiendo o improvisando”. La acusación o el elogio, que tanto da, no por graves son menos certeros.
            En el caso concreto de los protagonistas de esta historia, se percibe una contagiosa alternancia de amores y de odios que siempre nacen de Bruno y encuentran su destinatario en Johnny. Aquel le teme porque le horroriza el “desorden moral” que preside las horas del artista, su constante anarquía, y después teme sobre todo que este “hubiese elaborado una especie de antiteoría del libro”; pero al mismo tiempo lo envidia por saber estar al otro lado, en ese otro lado donde lo que menos importa es la buena salud, la casa, la mujer, el prestigio, esos pálidos argumentos que enmascaran la infelicidad cotidiana de nuestros más urbanizados semejantes. En verdad que “toda la sinceridad del mundo no paga el momentáneo descubrimiento de que uno es una pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter”, y más cuando esa pobre porquería admite el egoísmo y la mezquindad como forma de supervivencia, hasta el punto de que el crítico que es Bruno llega a manifestar en dos momentos del texto el deseo secreto de que muera su biografiado, solo para salvar las conclusiones de ese libro suyo que “no dice la verdad sobre Johnny (tampoco miente)” y para evitar que su personaje de carne y hueso pueda elaborar y difundir –repito– “una especie de antiteoría” del mismo.
            ¿Y qué opina Johnny del zarandeado volumen que habla de él y de su música? Para empezar, que le “faltan cosas”, cosas que a él le parecen fundamentales y que sin embargo Bruno ha dejado en el tintero, bien porque se apartan del análisis “meramente estético”, o bien porque no convienen a las tesis defendidas o a la imagen que él vende de Johnny. Después, tras un casi monólogo repleto de elipsis deliberadas, el reproche será frontal y decididamente hiriente: “de lo que te has olvidado es de mí […]. Y no es culpa tuya no poder escribir lo que yo tampoco soy capaz de tocar”. Estas palabras entroncan con su profundo desprecio por todo cuanto es y significa la sociedad, esa sociedad que lo aplaude, pues su ira ya no se reprime y ensarta sin pestañear un párrafo irreverente que a muchos sonará a blasfemia, pero que a mi juicio no es sino un felicísimo alegato contra los valores establecidos: Dice: “Está Dios, querido. Ahí sí que no has pegado una”. Y lo fulmina como sigue: “Está lo que tú y los que como mi compañero Bruno llaman Dios. El tubo de dentífrico por la mañana, a eso le llaman Dios. El miedo a reventar, a eso le llaman Dios. Y has tenido la desvergüenza de mezclarme con esa porquería, has escrito que mi infancia, y mi familia, y no sé qué herencias ancestrales… Un montón de huevos podridos y tú cacareando en el medio, muy contento con tu Dios. No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío […]. ¿Por qué me lo has hecho aceptar en tu libro? Yo no sé si hay Dios, yo toco mi música, yo hago mi Dios, no necesito de tus inventos, déjaselos a Mahalia Jackson y al Papa, y ahora mismo vas a sacar esa parte de tu libro”.
            En otro lugar, el protagonista se rebela contra la interpretación que se hace de su obra y no comprende que pueda despertar tanta admiración algo que, para él, está muy por debajo de la perfección que ansía, de la perfección que acaso una sola vez paladeó, en un lejano concierto celebrado en Nueva York. Por eso su inocencia de artista, esa modestia incomprendida de quien sabe que lo que hace no tiene mérito porque podría hacerse mejor, le permite discursear de este modo: “La gente se figura que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas, o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las dificultades, las grandes dificultades”. Aunque quizá todo se resuma (se me ocurre, mientras lo escucho) en la imposible solución a aquella interrogante que nos formulábamos más arriba, y que aún insiste e insiste como un dardo clavado en el corazón de este ensayo: ¿qué es Johnny? Y otra vez es él quien nos desarma con su verbo, arrastrándonos con él hasta la magia lúcida de las intuiciones definitivas: “Bruno, el jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter”.
            Voy terminando, y lo hago con la sensación incómoda de que también a mí, como al Bruno que narra, se me ha escapado algo, muchas cosas, de este excepcional documento literario que es El perseguidor, relato donde lo que se impone no es aprehenderlo y explicitarlo, sino aceptarlo apenas como lo que es: una búsqueda, o el indicio y la pista de una búsqueda cuyas claves no se encuentran en este mundo, y que solo unos cuantos elegidos e inconscientes están llamados a rozar. Así Johnny Carter para su biógrafo Bruno V…, así el mítico Charlie Parker para el melómano que fue Julio Cortázar, así el propio Julio Cortázar para quien esto escribe. Faltan, es verdad, aquí también, muchas, demasiadas cosas; mas no es disculpa añadir por mi parte que lo que se me anunció como un desvelo decembrino de no más de diez folios ha desbordado mis exiguas previsiones y reclama no una, sino tres tesis doctorales de trescientas páginas cada una. Por ello, premeditadamente y pese al riesgo analítico que conlleva, me he limitado a parafrasear el original sin pretender mayores conclusiones, más temeroso que nunca de adoctrinar sobre lo que, ahora lo entiendo, no permite ni pizca de doctrina. Al cabo, uno termina reconociéndose en la sinceridad profética de Bruno. Cito y concluyo: “Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo… Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar”.

enero de 1995