domingo, 29 de diciembre de 2013

CORTÁZAR: ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO



EL PERSEGUIDOR DE JULIO CORTÁZAR:
UN DIÁLOGO INSOLUBLE ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO

En Conversaciones de famas y cronopios. Encuentros
con Julio Cortázar, VVAA, pp. 303-309, Murcia, 1996.


Si hay un rasgo que caracteriza –más aún, que determina– a una parte muy significativa de la crítica literaria en las últimas décadas de este siglo que se nos va, de este milenio que se nos va, ese es sin duda su abierta y creciente intromisión en los dominios de lo ficcional, su casi coqueteo incestuoso con el objeto que naturalmente diera cauce y razón a su nacimiento y desarrollo: la Madre Literatura. De modo que lo que comenzó siendo el discurrir de dos ámbitos paralelos, el de la creación y el de la crítica (aunque complementarios, siempre receloso el uno del otro), ha concluido por apuntar hacia una unidad genérica en donde vuelve a latir el antiguo dilema irresoluto del huevo y la gallina, pues ahora más que nunca parece que ya no cabe subordinar ni anteponer legítimamente el crítico al artista, y tampoco al contrario, sino que ambos miembros del estamento cultural han aprendido a conducirse por corredores expresivos comunes, próximos al hibridismo. Por tanto, no es imperioso recurrir aquí a la cita socorrida de autores de la talla de Mijaíl Bajtín o Roland Barthes para que, sin más, reconozcamos en la crítica un nuevo género literario (o no tan nuevo) que goza y se recrea en la palabra ficcionada y que hace suyas las precisas armas del arte de contar historias, del arte de fabular, y ello sin renunciar un ápice a su previsible y primordial cometido: aprehender y realzar todo lo aprehensible y realzable desde la perspectiva siempre metódica y científica que debe aportar el comentario. Baste para demostrarlo el ejemplo de Cervantes, quien supo (y no solo en El Quijote) anticipar ese camino introduciendo en sus relatos sutiles consideraciones teóricas; baste, entre nuestros contemporáneos más citados, la obra completa de Jorge Luis Borges, que no deja de ser crítico-ensayística desde el seno mismo de la ficción, o viceversa.
El autor que nos ocupa, Julio Cortázar, no ha sido ajeno a estos devaneos en muchos pasajes de su voluminoso legado (pensemos en Morelli, sin ir más lejos), siendo en concreto en su novela corta El perseguidor donde, a mi entender, alcanza las mayores cotas de clarividencia al respecto. No lo hace, es claro, desde la facilidad tan sospechosamente borgiana del referente literario, sino que bucea en el mundo de la música para, escudándose tras un narrador que es a la vez crítico de jazz y biógrafo de un saxofonista, indagar la auténtica dimensión de ese ser facultado a quien todos consideran un genio. Mi propuesta de análisis se centrará a partir de ahora, pues, en ese diálogo insoluble que desde el principio sirve de eje argumental y que implica sin remedio dos visiones contrapuestas, la del analista frente a la del creador que lo sustenta, atisbándose a la postre una suerte de compasiva conciliación que, en sí, avanza algunas claves de lo que es o debe ser el compromiso esencial del artista verdadero.
            Objetivamente, de entrada, vale decir que el músico Johnny Carter –nombre literario que encubre al legendario Charlie Parker (1920-1955)– es un ser descuidado e irresponsable, pues “nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos”; un ser magnificado por su “soberana indiferencia” ante los reveses que cotidianamente le depara el destino; un ser que sufre continuas alucinaciones a causa de su adicción al alcohol y a la marihuana; un ser que, en suma, se encuentra “en la peor de las miserias”. Por si ello fuese poco, cualquiera que lo trate no tardará en albergar “la sensación de que está solo, completamente solo”, y también la de que, por otro lado, “nadie puede ser más vulgar, más común, más atado a las circunstancias de una pobre vida”. Los esfuerzos descriptivos por parte del narrador coprotagonista, bautizado Bruno V…, se amparan en estos datos iniciales, concretos, objetivos, para irse disgregando a medida que se profundiza en los actos y reflexiones del personaje, hasta hacer impracticable esa pretendida definición, ya que, a poco que investiguemos, lo que hallamos es que sencillamente “la diferencia de Johnny es secreta, irritante por lo misteriosa, porque no tiene ninguna explicación”.
            Pero todavía se da un paso más en la caracterización negativa del admirado genio del saxo, quizá para ganar la simpatía del lector a fuerza de contraste, o tal vez para que se vaya cimentando la minuciosa intriga psicológica que lo atenaza. Así, es él mismo quien reconoce, refiriéndose a su propio cerebro: “No hay nada aquí dentro […]. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo”; o esto otro, tan revelador: “Yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. El tal Bruno tampoco escatima asertos denigrantes para constatar la bajeza intelectual que a cada momento advierte en su idolatrado jazzman: en un pasaje dice que “su edad mental no le permite comprender” ciertas cosas de las que habla en su biografía sobre Johnny (que Johnny acaba de ojear en inglés), mientras en otros lo considera sin ningún pudor como “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre”, u “obsesionado por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender pero que flota lentamente en su música”. De ahí a la paradoja el salto es mínimo, como veremos.
            En efecto, ante la pregunta inevitable que preside la historia de principio a fin –¿“qué es Johnny”?–, el narrador opta por aclararnos sin reservas qué no es Johnny; por ejemplo, “no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación”, “no huye de nada”, “no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo”. Muy al contrario, “Johnny persigue en vez de ser perseguido”, aseveración que funciona no solo como clave magistral del título, sino de todo el entramado argumental, máxime si a continuación aceptamos que “nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny”. Sin embargo, es, como ya insinué, en la paradoja, donde debemos cifrar la mejor definición del protagonista, acaso la única posible: Johnny es “un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento”; o bien, es “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”.
            Superada esta mediocridad evidente y casi lastimosa que converge en su persona, el otro lado de la moneda nos oferta, en cambio, la posibilidad de un Johnny distinguido como ser aparte, ajeno a todo el cúmulo de sensateces convencionales que sancionan al individuo como entidad socialmente aceptable, pero también motivo de atracción desmesurada para una elite de melómanos entusiastas. Nadie discute que se trata de una criatura excepcional, única, que “ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta de hoja, y se acabó”. Bruno, su más sesudo seguidor, llega incluso a emparentarlo con la divinidad cuando dice que “tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto”; y más adelante, por boca de otro compañero también músico: “Si Dios estaba ayer en alguna parte puedes creerme que era en esa condenada sala de grabación”. Tal magnitud de su talento quizá se justifique por “la distancia que va de Johnny a nosotros”, que por supuesto “no se funda en diferencias explicables”. No obstante, y este es un apunte básico, es claro que todo se reduce a una cuestión de perspectiva, pues, como bien intuye el narrador de esta historia, “a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso […] porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino”; y a continuación confirma esa distancia con una frase, con dos palabras –perfección, distracción– que a mi juicio contienen en sí, bien hermanadas, la escurridiza paradoja que define al artista: “lo que el público entiende por perfección […] en Johnny es más bien distracción, dejar correr la música, estar en otro lado”.
            Sí, en otro lado, o del lado de allá, si rentabilizamos la raíz ético-estética que subyace en la otra gran novela de Julio Cortázar, Rayuela. Y en ese otro lado, en la siguiente vuelta de tuerca a que es sometido dialécticamente el personaje, lo que nos aguarda es el zarpazo agudo de la conmutación, entendida aquí como un salto de acrobacia que nos permite –a nosotros también, impávidos lectores– cruzarnos a mitad de vuelo con él, con el mismísimo Johnny Carter, para presentir por un instante la verdad profunda que apuntala su mundo de alucinaciones y de miedos, frente a nuestra verdad aparente y abonada de razones que solo ahora, desde el vértigo del otro lado, nos atrevemos a cuestionar. Alerta Bruno, en este sentido, de que lejos de ser Johnny algo extraño, lejos de ser “un ángel entre los hombres […] quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros”. Repito: una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Por eso no se contradice cuando niega que su ídolo sea un genio, y hasta consiente en admitir que “no es nada del otro mundo”, para hartarse luego de denunciar en un párrafo cabal y decisivo que no, que no hay en él la menor grandeza, que en todo caso lo que hay en Johnny es “como el fantasma de otro Johnny que pudo ser, y ese otro Johnny está lleno de grandeza”. (A propósito de esto último, se me ocurre que Cortázar, cómo no, había frecuentado la prosa demorada y a ratos exasperante de Henry James, y seguro que alguna trama irrenunciable del maestro inglés –de fijo, La vida privada, pero también La media edad y La lección del maestro– participó, consciente o no de ello, de la génesis y pulso narrativos que con toda audacia pone en juego en El perseguidor).
            En el otro platillo de la balanza se nos brinda la figura casi tópica del crítico, que asimismo hace las veces de narrador autoincluyéndose, cual si de una crónica o diario personal se tratase, en el dinámico suceder de los acontecimientos, de manera que sus puntuales meditaciones sirven de excelente contrapeso al constituirse él en virtual comentarista subjetivo de las novedades que, poco a poco, van cimentando la progresión del relato. Bruno nos informa desde muy pronto de que ha escrito un libro “sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra”, en el que solo menciona “de paso, discretamente, el lado patológico de su persona”. Las alusiones a tal engendro se suceden con su justa inmodestia hasta lograr, ya en las páginas finales, todo el protagonismo que su autor venía solicitando con subrepticio encono, solo que ese protagonismo se quiebra peligrosamente por su zona más sensible: la que atañe a la opinión que el propio biografiado tiene sobre él.
            Pero antes de abundar en este aspecto, que es chispa inductora del desenlace, en un estadio previo que voy a calificar de superficial –por mercantilista, por henchido de burdos intereses que no concuerdan con la humildad aristocrática del artista–, cumple que nos detengamos en la propaganda sutil, orgullosa, que Bruno hace de su libro. Desparramados por el texto y casi hilvanando desde fuera ese orden lógico, temporal, que Johnny niega o no comprende, se manejan una serie de datos objetivos que colman al conjunto de una actualidad, de un presente en diacronía. Así, se advierte de la esperada edición en inglés e italiano (sobreentendido que el original está en francés), se habla después de una traducción al español, de otra al alemán y, al fin, de otra previsible al sueco o al noruego. De hecho, y puesto que el libro se vende muy bien en todas partes (“se vende como la coca-cola”, comparación harto expresiva), no es absurdo soñar con “una posible adaptación en Hollywood, cosa siempre interesante cuando se calcula la relación franco-dólar”. Es decir, que su entrada fulminante en los circuitos comerciales lo convertía en una especie de best seller muy rentable, pese a las objeciones radicales, como veremos, de ese pobre Johnny mitificado por otros tras su saxo. Por eso, de cara a una segunda edición, Bruno piensa en las probables modificaciones, preguntándose conmiserativo “si no hubiera sido necesario mostrar bajo otra luz la personalidad” de su biografiado; mas al cabo ni la toca, y tan solo incorpora una providencial nota necrológica y una fotografía del entierro, ya que Johnny ha muerto poco antes de que vea la luz esa segunda edición. Y “en esta forma la biografía quedó, por decirlo así, completa”.
            Completa, ha dicho, adjetivo que en este caso se entenderá como sinónimo de cerrada, fija, irrevocable. El crítico se lava las manos tras esa última afirmación, en la que por otra parte no es difícil percibir el estigma riguroso de la mala conciencia. Sus disculpas anticipadas (del tipo de “he tratado de escribirlo bien y verídicamente”, o “Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones”, o esta otra más siniestra, “Honrado en la medida en que la profesión lo permite”) no resuelven la incertidumbre íntima que las dicta, pues intuye tal vez que los resultados de su trabajo nacen tergiversados desde el momento en que aceptamos que de toda crítica de arte emerge una consustancial conjura, una forma de traición a ese arte que, por serlo, no transige con el frío aparato metódico que desmonta y malversa y profana su misterio. De ahí que Bruno, un hombre que se ha “pasado la vida admirando a los genios”, un hombre que a menudo se deprime por “no ser nada más que un crítico”, asuma lúcidamente la elocuencia de Johnny para hacernos notar que este “tiene razón, la realidad no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad, porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo”.
            Más arriba nos preguntábamos por la definición que pudiera ajustarse a Johnny, el músico genial y, por consiguiente, inclasificable, inexplicable, indefinible. Pero, ¿y el crítico, y “ese hombre que solo puede vivir de prestado, de las decisiones y novedades ajenas”? Bruno deja entrever algunas cualidades que competen a su oficio, entre ella la de saber “sancionar comparativamente”, girando en torno a quien juzgamos “sin perder la distancia, como un buen satélite”, y a ser posible desde “un plano meramente estético”. Esto solo en principio, pues el carácter dubitativo del narrador (tan abrumado por su ángel o hermano) matiza con frecuencia tales trazos, y otras veces los minimiza para recuperar un optimismo endeble y, de paso, conducirnos de la mano al motivo nuclear de este ensayo: la relación intelectual entre el crítico y el genio, relación que deberá quedar supeditada a la premisa expresa en esta cita: “de pronto me alegra poder pensar que los críticos son mucho más necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a reconocer […], porque los creadores, desde el inventor de la música hasta Johnny pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer las consecuencias dialécticas de su obra, postular los fundamentos y la trascendencia de lo que están escribiendo o improvisando”. La acusación o el elogio, que tanto da, no por graves son menos certeros.
            En el caso concreto de los protagonistas de esta historia, se percibe una contagiosa alternancia de amores y de odios que siempre nacen de Bruno y encuentran su destinatario en Johnny. Aquel le teme porque le horroriza el “desorden moral” que preside las horas del artista, su constante anarquía, y después teme sobre todo que este “hubiese elaborado una especie de antiteoría del libro”; pero al mismo tiempo lo envidia por saber estar al otro lado, en ese otro lado donde lo que menos importa es la buena salud, la casa, la mujer, el prestigio, esos pálidos argumentos que enmascaran la infelicidad cotidiana de nuestros más urbanizados semejantes. En verdad que “toda la sinceridad del mundo no paga el momentáneo descubrimiento de que uno es una pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter”, y más cuando esa pobre porquería admite el egoísmo y la mezquindad como forma de supervivencia, hasta el punto de que el crítico que es Bruno llega a manifestar en dos momentos del texto el deseo secreto de que muera su biografiado, solo para salvar las conclusiones de ese libro suyo que “no dice la verdad sobre Johnny (tampoco miente)” y para evitar que su personaje de carne y hueso pueda elaborar y difundir –repito– “una especie de antiteoría” del mismo.
            ¿Y qué opina Johnny del zarandeado volumen que habla de él y de su música? Para empezar, que le “faltan cosas”, cosas que a él le parecen fundamentales y que sin embargo Bruno ha dejado en el tintero, bien porque se apartan del análisis “meramente estético”, o bien porque no convienen a las tesis defendidas o a la imagen que él vende de Johnny. Después, tras un casi monólogo repleto de elipsis deliberadas, el reproche será frontal y decididamente hiriente: “de lo que te has olvidado es de mí […]. Y no es culpa tuya no poder escribir lo que yo tampoco soy capaz de tocar”. Estas palabras entroncan con su profundo desprecio por todo cuanto es y significa la sociedad, esa sociedad que lo aplaude, pues su ira ya no se reprime y ensarta sin pestañear un párrafo irreverente que a muchos sonará a blasfemia, pero que a mi juicio no es sino un felicísimo alegato contra los valores establecidos: Dice: “Está Dios, querido. Ahí sí que no has pegado una”. Y lo fulmina como sigue: “Está lo que tú y los que como mi compañero Bruno llaman Dios. El tubo de dentífrico por la mañana, a eso le llaman Dios. El miedo a reventar, a eso le llaman Dios. Y has tenido la desvergüenza de mezclarme con esa porquería, has escrito que mi infancia, y mi familia, y no sé qué herencias ancestrales… Un montón de huevos podridos y tú cacareando en el medio, muy contento con tu Dios. No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío […]. ¿Por qué me lo has hecho aceptar en tu libro? Yo no sé si hay Dios, yo toco mi música, yo hago mi Dios, no necesito de tus inventos, déjaselos a Mahalia Jackson y al Papa, y ahora mismo vas a sacar esa parte de tu libro”.
            En otro lugar, el protagonista se rebela contra la interpretación que se hace de su obra y no comprende que pueda despertar tanta admiración algo que, para él, está muy por debajo de la perfección que ansía, de la perfección que acaso una sola vez paladeó, en un lejano concierto celebrado en Nueva York. Por eso su inocencia de artista, esa modestia incomprendida de quien sabe que lo que hace no tiene mérito porque podría hacerse mejor, le permite discursear de este modo: “La gente se figura que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas, o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las dificultades, las grandes dificultades”. Aunque quizá todo se resuma (se me ocurre, mientras lo escucho) en la imposible solución a aquella interrogante que nos formulábamos más arriba, y que aún insiste e insiste como un dardo clavado en el corazón de este ensayo: ¿qué es Johnny? Y otra vez es él quien nos desarma con su verbo, arrastrándonos con él hasta la magia lúcida de las intuiciones definitivas: “Bruno, el jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter”.
            Voy terminando, y lo hago con la sensación incómoda de que también a mí, como al Bruno que narra, se me ha escapado algo, muchas cosas, de este excepcional documento literario que es El perseguidor, relato donde lo que se impone no es aprehenderlo y explicitarlo, sino aceptarlo apenas como lo que es: una búsqueda, o el indicio y la pista de una búsqueda cuyas claves no se encuentran en este mundo, y que solo unos cuantos elegidos e inconscientes están llamados a rozar. Así Johnny Carter para su biógrafo Bruno V…, así el mítico Charlie Parker para el melómano que fue Julio Cortázar, así el propio Julio Cortázar para quien esto escribe. Faltan, es verdad, aquí también, muchas, demasiadas cosas; mas no es disculpa añadir por mi parte que lo que se me anunció como un desvelo decembrino de no más de diez folios ha desbordado mis exiguas previsiones y reclama no una, sino tres tesis doctorales de trescientas páginas cada una. Por ello, premeditadamente y pese al riesgo analítico que conlleva, me he limitado a parafrasear el original sin pretender mayores conclusiones, más temeroso que nunca de adoctrinar sobre lo que, ahora lo entiendo, no permite ni pizca de doctrina. Al cabo, uno termina reconociéndose en la sinceridad profética de Bruno. Cito y concluyo: “Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo… Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar”.

enero de 1995

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