ENSAYOS CRÍTICOS
miércoles, 8 de enero de 2014
TRES PONENCIAS Y UN EPÍLOGO
Hubo un periodo de apenas un lustro, entre el final de la licenciatura y el inesperado acceso a la función pública, en que mi despiste antológico coqueteó con los claustros y con los birretes universitarios, sea despachando matrícula en los cursos de doctorado y luego proyectando la necesaria tesis, sea aportando mis modestas aproximaciones teóricas en ocasionales congresos convocados en Murcia. Así surgieron las tres ponencias que siguen (más una cuarta, la primera en el tiempo, que por pudor he obviado en esta revisión), meros homenajes respectivos a los cuentos de Jorge Luis Borges, a El perseguidor de Julio Cortázar y a Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Muchos años después, en 2007, me tropecé con la entrañable historia del poeta Sánchez del Castillo, hermano de padre de mi abuela materna, y allá que me lancé a desempolvar sus versos y a intentar dignificarlos y publicitarlos; el estudio crítico que, a manera de epílogo, cierra aquel volumen, es la pieza que faltaba para completar esta breve incursión de aliento académico.
domingo, 29 de diciembre de 2013
SÁNCHEZ DEL CASTILLO: ADÁN Y OTROS POEMAS
SÁNCHEZ DEL CASTILLO Y SU OBRA
En
Adán y otros poemas de Sánchez del
Castillo, ed. Pedro López
Martínez, epílogo
pp. 65-76, Ediciones Tres Fronteras, Murcia, 2008.
Antonio Sánchez Fernández (Sánchez del Castillo)
nació el 26 de abril de 1935 en la calle Eras, de Moratalla, en una casita a
medio camino entre el camposanto y la cuesta del castillo. Sus padres, Jesús
Sánchez López (1892-1970) y María Fernández Navarro (1900-1951), eran
originarios de este pueblo encumbrado al noroeste de la Región de Murcia; antes,
Jesús había enviudado de Carmen Sánchez, con quien tuvo una hija de nombre
María Cruz (mi abuela materna).
Cumplidos
los cuatro años, más o menos al concluir la Guerra Civil, Antonio
se trasladó a la vecina Caravaca junto a sus padres y hermanos: Juana y
Dolores, que emigrarían a Barcelona; otra María Cruz que murió joven, en 1946;
Jesús, quien aún reside en calle Planchas número 22, donde expiró nuestro
poeta; y Encarnación, la menor, que vive en Murcia. A esta prole hay que añadir
los nombres de Pedro, María del Carmen y Encarna, todos fallecidos con muy
pocos meses, todavía en Moratalla.
El
25 de noviembre de 1950, Antonio formalizó ingreso en el Colegio Teresiano de
los Carmelitas Descalzos de Castellón. Allí permaneció hasta el 27 de enero de
1954, fecha en que se le trasladó al sanatorio de La Magdalena, hospital para
tuberculosos, de donde fue devuelto al hogar paterno de Caravaca. Murió el 13
de noviembre de 1957. Primero se le enterró en el suelo, pero años más tarde
sus restos se juntaron con los de sus padres y su hermana María Cruz, en un
único nicho del cementerio de la localidad (lápida a nombre de Jesús Sánchez
López). En sesión plenaria de 27 de enero de 1984, el consistorio de Moratalla
rescató su nombre de poeta para honrarlo en una de sus calles.
La obra completa de Sánchez del Castillo se acerca al
medio centenar de poemas, corpus nunca reunido ni editado en volumen
independiente. El principal escollo a la hora de recaudar, organizar y
aprehender el valor objetivo de esta producción, póstuma en su mayor parte, ha
sido el tener que solventar el agravio de su autenticidad socavada, izando para
ello un puente levadizo que comunicase la lectura actual con el rastro interrumpido
de los materiales que en vida manejó el autor. En efecto, su hermano Jesús
lamenta no haber sabido conservar ninguno de sus manuscritos de puño y letra,
sino apenas una muy errática y dudosa traslación mecanográfica que ya amarillea
entre los dedos, un haz de cuartillas mal cosidas que alguien improvisó hace
años a partir de los originales que, como favor inocente, le prestara este su
heredero legítimo, originales manuscritos que Jesús ya no ha vuelto a ver. Tal
es la versión (única autorizada) que ha servido a los modestos propósitos del
compendio que hoy, aquí, al trasluz de aquellos renglones torcidos, renegocia
el sentido primigenio y la palabra exacta que hubo de colmar el talento del
poeta.
Tras
minucioso examen, vuelta la fuente del derecho y del revés y conjurados los
demonios que en tantas ocasiones retan la honradez del crítico literario, en
esta edición se recuperan solo treinta y seis de aquellos textos, ya que se
estimó inoportuno –si no irresponsable– ceder al mero afán integrador de los
mismos, lo que hubiera significado obviar la impericia adolescente de versos
primerizos y estrofas de tanteo, así como el carácter fragmentario y la
provisionalidad que se advierte en algunos poemas, tal vez bosquejos aplazados
por la enfermedad o borradores truncados por la muerte prematura. Para
concretar la selección que aquí se ofrece se aplicó un simple criterio de
mínimos en lo que a calidad intrínseca se refiere, eludiendo esos otros afectos
que demasiado a menudo esgrime y postula la arqueología socioliteraria
–historicista y biografista hasta rozar el fetiche y la idolatría–, de manera
que entre las composiciones excluidas al fin, una cuarta parte del total,
predominan las que se dan de bruces contra los convencionalismos formales de la
rima y el metro clásicos, sonetos sobre todo.
La
labor crítica tuvo que saltar las bardas habituales del presumible análisis
literario moderno para emboscarse en pesquisas insospechadas, escenario
filológico que a muchos les pudiera parecer esfuerzo impropio de los albores
del siglo XXI. Admitido en este caso el papel del especialista como mediador
necesario –y, es de suponer, perspicaz en el diagnóstico y solvente en las
soluciones–, este acometió la tarea desde presupuestos de recreación inductiva,
arriesgando un lentísimo proceso de restauración al modo que se observa, sin
sonrojo, en dominios más experimentados y desde luego más audaces, como la
pintura, la escultura o la arquitectura. La mano del crítico ha transitado por
la geografía de estos versos hasta donde el crítico y su mano entendieron que
podían alumbrar sin provocar nuevas sombras. Porque, de hecho, esa única
versión traslaticia que custodia Jesús, el hermano y albacea de Sánchez del
Castillo, versión fiable hasta donde nadie sabe dónde, aporreada con dos dedos
inhábiles y ajenos –y de la que, por cierto, otrora también bebiera algún
profesor mediocre para someterla a su vez a nuevos tormentos y a las
incontables villanías del aprendiz sin alas–, languidece infestada de terrores
ortográficos imperdonables a fuer de arbitrarios, de palabras trituradas por
otras que se superponen con su ensañamiento de tinta, de incongruencias que
devienen humoradas si se descifra el contexto del que nacen (así, “cocina” por
“encina”, “callando” por “cayendo”, “campañas” por “campanas”, etcétera), de
solecismos sin escrúpulo y de otros dislates léxico-semánticos y gazapos sin
fin que serían saludados en una renovada antología del disparate; desvarío que
entorpece la interpretación de unos versos cuyo decir sereno, sin embargo,
reconcilia al buen lector justamente con todo lo contrario, esto es, con el
vocablo exacto y el diseño cabal de la estructura, con el instinto de lealtad
hacia esa verdad íntima que se sabe forma y que en la forma expresa el universo
genuino del artista.
El
orden y disposición del índice, así como el título que destella en portada,
competen en exclusiva al poderoso albedrío de quien gestionó el volumen. En un
principio se barajó el fluir cronológico, y no se ha de negar que se desechó
sin trámite, pues en las cuartillas manejadas no hay fechas ni otra huella que
permita entrever una secuencia evolutiva ordinaria; más tarde se procuró un
probable engarce al hilo seguro de los tres o cuatro temas que sustentan la
historia de la poesía –Dios, Naturaleza, Amor…–, socorrido extremo que, más
allá de facilitar, casi siempre arrastra el riesgo de sesgar la aventura
soberana de los ojos que leen; por último, triunfó sin mayor diatriba la
prelación alfabética, que es la que mejor tolera y con más elegancia disimula
otros artificios inherentes a una edición póstuma. El título Adán y otros
poemas obedece a una querencia que se impuso desde los iniciales balbuceos,
o acaso mucho antes de que se adivinara la idea de este libro, en aquel tiempo
en que los versos de un “Adán” mítico cayeron en manos propicias para escarbar
con su mensaje en el paraíso extraviado, en el milagroso pasmo de la inocencia
virginal.
El caudal lírico de Sánchez del Castillo se concreta
en esta selección de treinta y seis poemas (más los diez o doce que se
desechan), escritos entre el albor de la adolescencia y la primera juventud.
Buena parte de ellos, además, se gestaron desde el estigma de la entonces
temible tuberculosis, que se le anunció con apenas dieciocho años, cuando ya
llevaba más de tres residiendo en el colegio carmelitano de Castellón, y que
acabaría con su vida a los veintidós. Tal perfil biográfico no nos puede ser
ajeno a la hora de administrar y ponderar los méritos propios de una obra sin
duda muy dispar en su ejecución, construida al amparo de una técnica intuitiva,
en pleno proceso de asimilación formal y métrica, pero generosa en su aporte de
imaginería y sorprendentemente madura en la visión interiorizada de la
naturaleza, entendida esta como escenario sensible de la existencia.
La
voluntad de alternancia entre el verso liberado de las ataduras del metro y la
rima (en quince composiciones) y el uso consciente de fórmulas estróficas que
beben de la tradición española (en las veintiuna restantes) confiere al
conjunto el inopinado aspecto de una antología rica en matices, reveladora de
la inquietud y el afán de búsqueda de una voz propia, todavía inexperta y
vacilante. El tono cancioneril, romanceado, que preside algunas piezas remite a
la facción populista del Grupo del Veintisiete, sobre todo a García Lorca y
Alberti, y extiende su brazo hacia Juan Ramón Jiménez, de donde salta a los
siglos áureos y, concretamente, halla su igual en la noche oscura de Juan de la Cruz (En un instante)
o en indudables reminiscencias de aquella vida retirada que cantó en liras fray
Luis de León (Haciéndome una flor). Pero es el verso de arte mayor, que
contadas veces se pliega a la rima o bien se conforma con la ligera asonancia
alterna de los pares –sea el alejandrino de A unos sauces llorones, Ahora
que hace ocaso o Aquí donde; sea el endecasílabo de Distante voz,
Este deseo, Dios, de ver el alba, Por todas partes o Remansos
otoñales–, el que mejor interpreta su discurso panteísta, integrador de las
pequeñas cosas, necesitado de espacio a través de una sintaxis de medio y largo
recorrido. No hay que ocultar el forzado afán que derrochan los sonetos –seis
se han salvado; otros cuatro se excluyeron–, piezas que verosímilmente
surgieron como retos autodidactas y pruebas de talento para su autor. Todos
ellos se adscriben a la tendencia religiosa que tanto motivó a Sánchez del
Castillo, desde el ya citado por su ascetismo frayluisiano (Haciéndome una
flor) al que dedica al Cristo del Calvario, así como Con alas de lluvia y
Entrega; Eso eres tú, palmera posee un ineludible regusto
hernandiano, y se diferencia de los otros por la adopción anómala de la rima
ABAB en los cuartetos; por último, Paraíso evoca ese ámbito adánico e
inmaculado, escenario de fondo de buena parte de los textos, no obstante el
artificio tosco que nos depara la solución de los tercetos.
La
marca de un tiempo que ubica la experiencia poética se averigua ya en los
títulos de muchos poemas, y describe un arco que discurre entre la generalidad
de las estaciones y los meses (“A Abril, que ha llegado”, “Otoño”, “Primavera”,
“Remansos otoñales”) y la concreción cifrada en horas (“A las ocho”) o en
períodos puntuales (“En un instante”, “Noche”). Pero el empeño más notorio se
concierta con los momentos respectivos de la salida y la puesta del sol, sendos
hitos de inspiración para el poeta, lo que propicia un contraste teórico entre
poemas matutinos (“Amanecer en el mar”, “Este deseo, Dios, de ver el alba”) y
vespertinos o crepusculares (“Ahora que hace ocaso”, “Jardines en atardecer”),
reparto bidireccional que no se detiene en las palabras que titulan, claro es,
sino que subyace en la raíz constitutiva y se ramifica después hacia los versos
esporádicos de otras composiciones, decantadas porcentualmente del lado del
ocaso, como se ha advertido en Dame tu brazo, amor, Juegos de mar,
Plegaria para que salga el sol o Qué dolor me recuerdan. En Íbamos,
Judas se principia con la enunciativa “Hacía un sol tremendo”, y más abajo
ya ha transcurrido el día, la jornada del mundo, pues “A nuestra espalda / el
sol caía solamente por las calles”. Otro ejemplo de comienzo significado en la
imagen solar lo encontramos en el poema Por todas partes: “Colgado
tengo el sol”.
Si
el sol en tanto que símbolo de luz es un recurso omnipresente, el mar con sus
imágenes y otros elementos como el río, los árboles o las aves contribuyen a
decorar ese paisaje-paraíso que justifica la plena fusión de voluntad lírica y
Naturaleza exaltada. Así, en A unos sauces llorones se parte de la
constatación irónica del apelativo nominal para proponer un bello canto de
solidaridad –si sois llorones, entonces llorad conmigo–, en un proceso de
sutilezas cómplices que se abre del “yo” al “nosotros”. En Amanecer en el
mar se suceden alusiones a las raíces, los pájaros, el sol, la manzana, el
mar, los pinos y el cielo, todo ello imbricado en la percepción del instante:
“Es el momento justo”. Aquí donde prefigura una especie de epitafio
robado al futuro como propuesta de paz y de sosiego, a través de las sencillas
cosas en que la Creación
fulge y concierta su sentido (árboles otoñales, hoja seca, el poeta y los
llorones, los ríos, el guijarro…). Es, en efecto, la afirmación consecuente de
un panteísmo cristiano, universal, que apela al Dios que habita en cada
criatura y en cada brizna de hierba, por trivial que su concurso pueda parecer
a los ojos distraídos del hombre de hoy (Haciéndome una flor u Hojas
caídas son dos buenos ejemplos).
Junto
al predominio de la conciencia poética de retiro y aislamiento sensible,
padecidos como paradójica afirmación de un destino (Andando soledad, Distante
voz), y la relectura personal de iconos harto significados en la dilatada
psicografía judeocristiana (Adán y Judas, la Virgen del Carmelo, el Cristo del Calvario, el
mismo Dios), la compañía humana se postula sin embargo en algunos pocos textos:
el poema A las ocho toma una segunda persona henchida de complicidad,
para que las palabras y las frases comuniquen una estampa todavía casta e
imperecedera de la amistad (“nuestro continuo abrazo”, “parecíamos los dos unos
poetas”); Dame tu brazo, amor y No sé dónde habitas se erigen en
sendos preludios del amor sexuado, pre-carnal, y es sobre todo en el segundo
donde ese erotismo latente orientado hacia el futuro de posibilidad administra
muchos quilates de poesía; Qué dolor me recuerdan fija la atención en
los gritos de unas niñas anónimas que juegan en la plaza, para evocar una fe
contradictoria (“qué dolor me recuerdan / y de qué amor me llenan”) que no es
sino el trasunto melancólico de aquella edad que se aleja; Para no
despertarte se singulariza como un poema muy sentido, poblado de sigilos y
susurros de eternidad (“cogí un trozo de tierra”, “los metros de tu tierra”),
pues no en balde el autor se lo dedicó a su madre, fallecida en octubre de
1951.
Hasta aquí el breve apunte que nos habíamos propuesto
para presentar al lector la persona que fue y la obra que legó el poeta Antonio
Sánchez Fernández bajo el apodo Sánchez del Castillo. Receloso de la
legitimidad de los prólogos procaces y de esas ediciones críticas que tan a
menudo torpedean con su ciencia la escueta verdad que por sí solos los versos
iluminan, el instigador y responsable del presente volumen optó por la
discreción del epílogo y por un examen textual muy genérico, refrenado en su
fe, sin vanos alardes ni aspavientos gratuitos ni peregrinas adhesiones. Tal
vez se hubiera podido ahondar en la bondad lírica de media docena de títulos
que sobresalen del conjunto y que se saben dignos de figurar en las caprichosas
compilaciones locales y regionales, como es el caso de A unos sauces
llorones, Íbamos, Judas, En un instante, Este deseo, Dios,
de ver el alba, No sé dónde habitas o el inexcusable Adán.
Tal vez. Pero se trataba precisamente de sortear las restricciones que dicta la
retórica universitaria con su lenguaje enmarañado y endogámico; creemos que un
acercamiento de tamaña especie, al infiltrarse en estas páginas de homenaje
necesario y necesariamente divulgativas –el 13 de noviembre de 2007 se cumple
medio siglo de la muerte del poeta–, habría desvirtuado con su aparato ajeno la
desnuda ofrenda que, al cabo, subsiste y triunfa en el alma de estos treinta y
seis poemas: ellos son los protagonistas, y, a la par que ellos, la mirada
cómplice y soberana del lector.
1 de noviembre de 2007
GARCÍA MÁRQUEZ: LOS TIEMPOS DE UNA CRÓNICA
MANEJOS DE LA TEMPORALIDAD
EN CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
En Conversación
de otoño. Homenaje a Mario
Vargas Llosa, VVAA, pp. 337-345, Murcia, 1997.
Consciente del
peligro de plagio crítico que conlleva cualquier acercamiento a la producción
narrativa de un autor cuya obra ha suscitado el mayor volumen de estudios de
los últimos treinta años en los ámbitos del hispanismo, siendo asimismo el más
unánimemente aplaudido por profesores y especialistas, por colegas de las más
diversas culturas y legiones de lectores de todo el mundo; consciente del
riesgo, pues, he optado por afrontar este análisis de un modo ciego y, dicho
sea sin pudor, de un modo desnudo –si se permite la osadía de dos adjetivos tan
poco académicos–, apenas con el exclusivo soporte de las ajustadas
consideraciones de Boris Tomachevski acerca de los conceptos “trama” y
“argumento” (o “historia” y “discurso”) en relación al tiempo en el relato, por
un lado, y por otro, cómo no, de las huellas textuales rastreadas con tal
propósito en las páginas de Crónica de una muerte anunciada, título
aparecido en 1981 y que supuso el definitivo espaldarazo para la concesión del
Premio Nobel de Literatura.
Es por ello que se ha estructurado
el desarrollo del trabajo en dos partes. En la primera nos limitamos a
transcribir, tras una breve actualización teórica, aquellos lugares de la
novela en donde se hace una referencia expresa al tiempo de la historia, con
pormenorizaciones y pistas que aseguran al receptor un dominio casi absoluto
del periplo de los protagonistas en cada momento. En una segunda parte se
aborda el análisis de tales exactitudes cronológicas mostrando su incidencia
según el orden de aparición en el texto, para, acto seguido, habilitar el orden
lógico que de él se desprende, circunstancia esta que de alguna manera tuvo que
prenotar el autor antes de aplicarse a la redacción de los hechos, pues de otro
modo no se entendería ese infalible despliegue informativo-documental que
constituye el calculado armazón de la historia.
Fue Doris
Lessing quien, en su excepcional Laocoonte, siguiendo un antiguo tópico
de estirpe aristotélica, caracterizó a la literatura y a la música como artes
temporales, frente a las denominadas artes espaciales, entre las que estarían
la pintura y la escultura. Es evidente que todo discurso literario implica
sucesión y movimiento, pero mucho más en el caso de la novela, género en donde
estos rasgos se extreman hasta llegar a convertir la administración del tiempo
en el auténtico eje conductor. Si recordamos ahora la definición que del
discurso o “argumento” diera Tomachevski, se observará con facilidad que la
distinción entre la trama (u orden lógico-causal de lo sucedido) y el argumento
(u orden artístico en que aquella trama se traduce) reposaba en gran medida
sobre la instancia temporal; en efecto, el novelista podía ordenar los hechos
de una forma distinta a como habían sucedido, presentando unos antes y otros
después y, en definitiva, construyendo de nuevo su discurso. Así que, como el
lenguaje es temporalidad y se desarrolla en la sucesión, la estructura
discursiva implica necesariamente una organización cronológica: al género
novela, según esto, nunca le es ajeno el tiempo.
Siempre se ha destacado, y más aún
después de Tomachevski, que el asunto del tiempo en el relato debe remitirnos a
la tasación de dos columnas o cronos interrelacionados: el de la historia,
según el cual todo hecho sucede dentro de un orden lógico-causal que atiende a
un orden de desarrollo y a una frecuencia; y el del discurso, pues es claro que
toda ficción literaria organiza, administra y manipula a su manera aquel tiempo
de la historia, creando así una nueva dimensión temporal que desobedece las
reglas de esa lógica causa-efecto. Por consiguiente, el punto de partida para
cualquier estudio de esta índole consistirá en poner de manifiesto la falta de
correspondencia entre uno y otro tiempo (repito: el de la historia y el del
discurso). La teoría clasicista de la unidad propendía a salvar esa distancia
haciendo coincidir ambas columnas en lo posible, pero es un hecho que en
Literatura tal identidad es poco menos que utópica. (A pesar de lo cual,
anticipo desde aquí que la novela que hoy motiva estas palabras no deja de
alentar ese destino, y aspira a ser, a mi juicio, una atrevida excepción a esa
utopía, como más adelante se verá).
Ya nos hizo notar la clarividencia
crítica del profesor Baquero Goyanes que la relación del tiempo de la historia
con el tiempo del discurso puede establecerse desde tres ejes; verbigracia: 1)
Relaciones entre el orden temporal de sucesión de los hechos en la historia y
el orden en que están dispuestos en el relato; 2) Relaciones de duración, o el
ritmo y rapidez de los hechos en la historia frente al ritmo o rapidez del discurso;
y 3) Relaciones de frecuencia, esto es, repetición de hechos en la historia y
repeticiones en el discurso. A partir de ahora yo me centraré sobre todo en el
primer eje, tratando de recomponer el orden lógico de la trama desde las
huellas textuales que el autor introduce dosificadamente en la narración. Más
adelante haré también una cala en lo que se refiere al segundo aspecto, el de
la duración, ya que estimo que García Márquez, a conciencia, debió esforzarse
en aproximar esos dos tiempos para dotar a su novela de una cierta unidad
–unidad de tiempo, claro–, según el postulado clásico. En cuanto al tercer eje,
aplazo su estudio por razones de prioridad y espacio –que el lector,
universitario o no, seguro agradecerá–, pues sin duda se desliza hacia dominios
no exclusivos de la temporalidad que, me temo, pudieran desequilibrar las
virtuales pretensiones de este artículo.
Pero empecemos con nuestro objeto.
La organización del discurso en esta breve pero intensa novela nace de una
apertura intrigante en donde, paradojas de la intriga, ya se anticipa el final;
y se anticipa en serio, sin el falso guiño de aquel no menos ejemplar comienzo
de Cien años de soledad (recuérdese la expectativa frustrada de que el
coronel Aureliano Buendía terminara sus días “muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento”, pero luego resulta que sobrevive a ese lance y
entonces el lector debe corregirse a sí mismo por haber sospechado lo que la
deliberada ambigüedad del narrador quiso que sospechara). Además, en la Crónica, también
desde el principio se nos aporta el primer dato importante en forma de señal
horaria: las 5.30 de la mañana, cuando Santiago Nasar, la anunciada víctima, se
levanta “para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Puede decirse que
desde esa cifra exacta hasta que muere asesinado noventa y cinco minutos
después (esto es, hasta las 7.05, hora que aunque no se hace explícita en el
texto sí que puede desprenderse con relativa facilidad) tiene lugar el ámbito
“presente” de la narración, al menos en cuanto atañe al sacrificado
protagonista.
Por otro lado, el paréntesis
discursivo observa varios grados de ampliación hacia el pasado (la llegada al
pueblo de Bayardo San Román, por ejemplo) y hacia el futuro (como es el
reencuentro de los desposados mucho después de la tragedia). No obstante, nos
interesa más que ningún otro el período que se remonta a las dos de la
madrugada, cuando víctima y victimarios, ajenos todos a su destino inminente,
compartían los últimos coletazos de la fiesta de bodas en la casa de María
Alejandrina Cervantes. Así, el tiempo abarcado –que, sabemos, se sitúa unos
veintidós años atrás respecto al presente de la narración, hecha en forma de
crónica periodística– se podría concretar entre las dos de la madrugada de ese
“lunes funesto” y las 7.05 de la misma mañana; esto es, en unas cinco horas que
cubren el arco de separación física entre las dos partes enfrentadas, ya que,
como más arriba apunté, ambas disfrutan de la parranda más o menos hasta las
dos, pero se colige que desde las tres hasta el momento del crimen los
agresores Pedro y Pablo Vicario pasan su tiempo buscando, o diciendo que
buscan, a la otra parte (Santiago Nasar, único en el pueblo que ignora esa
búsqueda) con el propósito de asesinarlo.
Pero veamos, en síntesis, el orden
discursivo en que se van sucediendo tales huellas horarias, según la
disposición novelística del tiempo (citamos número de página por nuestro
ejemplar de Editorial Bruguera, 11ª edición, diciembre de 1982):
p. 9: “Santiago Nasar se
levantó a las 5.30 de la mañana”
p. 10: “desde que salió de
su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora
después”
p. 32: [Cristo Bedoya]
“Había estado de parranda con Santiago Nasar y
conmigo hasta un poco antes de las cuatro”
p. 34: “Eran las 6.25.
Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza”
p. 71: “en el puerto, 45
minutos antes de morir” [=a las 6.20]
p. 74: “Por allí pasaron
entre otros muchos los hermanos Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y
cantando con Santiago Nasar cinco horas antes de matarlo” [=hacia las
dos]
p. 77: “Los gemelos
volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por
su madre”
p. 81: “habían empezado por
buscarlo en la casa de María Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta
las dos”
p. 82: “Por allí entró de
regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una hora que los
gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado” [=hacia las 4.20]
p. 83: “Faustino Santos, un
carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de abrir su mesa de vísceras”
p. 87: “La tienda vendía
leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformaba en cantina desde
las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de la
madrugada”
p. 88: “Los hermanos
Vicario entraron a las 4.10”
[en la tienda de Clotilde Armenta]
p. 90: “El coronel Lázaro
Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de
afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los
hermanos Vicario”
p. 91-92: “Entonces fue a
la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la
llegada del obispo. Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y
empezaba a llover, me dijo el coronel Lázaro Aponte”
p. 94: “Los hermanos
Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que fueron a
comprar leche, y estas los habían divulgado por todas partes antes de las
seis”
p. 95: [Clotilde Armenta] “Después
de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida Linero,
le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba
todos los días a pedir un poco de leche por caridad”
p. 104: “Santiago Nasar
entró en su casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para
llegar al dormitorio”
p. 107: [Santiago Nasar]
“Fue a él a quien se le ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la
colina del viudo de Xius para cantarles a los recién casados”
p. 109: [Santiago Nasar,
entre las 4.10 y las 4.20] “No era posible pensar que tuviera algún malestar de
la conciencia, aunque entonces no sabía que la efímera vida matrimonial de
Ángela Vicario había terminado dos horas antes”
p. 110: [Victoria Guzmán]
“A las 5.30 cumplió la orden de despertarlo”
p. 169: “Cristo Bedoya miró
el reloj: eran las 6.56. Entonces subió al segundo piso para convencerse
de que Santiago Nasar no había entrado”
p. 170: “En la mesa de
noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58”
p. 179: [Flora Miguel] “Sólo
sé que a las seis de la mañana todo el mundo lo sabía”
p. 180: “Nadie, ni siquiera
un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana” [en la
casa de Flora Miguel, novia de Santiago Nasar]
Varias cosas llaman la
atención en estas únicas veinticuatro señales. Para empezar, la insistencia
hasta en once ocasiones en precisar numéricamente la hora, anotada al minuto.
Reseñable también la repetición de una sola cifra, las 5.30, y la constante
alusión a acontecimientos sucedidos en torno a las cuatro. No deja de ser
llamativo, en fin, que en las últimas páginas de la novela el narrador se
obstine, por medio de Cristo Bedoya (el amigo, el único que de verdad quiso
hacer algo para prevenirlo), en concretar primero las 6.56, en su propio reloj,
y después las 6.58, la hora más cercana a la del crimen, en el mismísimo reloj
de pulsera de Santiago Nasar, que este había dejado por olvido sobre su mesa de
noche; de tal suerte que el desenlace se ralentiza con maestría y favorece que
la intriga se alargue aún, y ello pese a que tal desenlace había sido anunciado
sin ningún reparo –o más bien como una original propuesta de estrategia a la
contra, pero tanto más eficaz– ya en la primera frase de la crónica.
Hemos
comprobado cómo el relato se organiza en una serie de saltos adelante y de
saltos atrás, es decir, de anacronías discursivas entre el orden de sucesión en
la historia y el orden de sucesión en lo que propiamente denominamos relato.
Tanto en las analepsis (retrospectivas) como en las prolepsis (anticipadoras)
se pueden distinguir muchos tipos internos que aquí no conviene recorrer,
aunque hubiera merecido la pena el examen minucioso de, al menos, el alcance y
amplitud de cada anacronía, ya sea de pasado o de futuro. Por “alcance” se
entiende la distancia temporal que separa el tiempo incluido en la anacronía
respecto del tiempo presente: en este caso unos veintidós años; por “amplitud”,
la duración que pueda tener la historia cubierta en la anacronía, que, como se
dijo, en la novela que nos ocupa es fundamentalmente de unas cinco horas, desde
las dos hasta las siete de la mañana, si bien con la muy rentable posibilidad
de desgajarla en dos, justo por la línea divisoria de esas 5.30 horas que dan
entrada a la crónica para colocar al personaje protagonista en camino hacia la
muerte.
No obstante, en la recomposición lógico-causal
que nos hemos permitido extraer (y que, sospechamos, no ha de andar muy lejos
de la que el propio Gabriel García Márquez usó para no extraviarse en los
recovecos de la fábula, o más bien en la desmemoria verosímil de su
cronista-narrador), se ha creído oportuno distinguir dos frentes, que corren
paralelos y que solo se cruzan al principio y al final; además de un tercero
que sirve para apuntalar los anteriores, pues redunda en datos que completan y
confirman informaciones previas. (Véase el gráfico anexo de la última página).
Por un lado está Santiago Nasar, la
víctima, quien a las dos de la mañana se encuentra de parranda en la casa de
María Alejandrina Cervantes, continuándola hasta poco después de las cuatro en
las inmediaciones de la quinta del viudo de Xius (adquirida por los recién
casados), ajeno él y también sus acompañantes a que la vida matrimonial de
Bayardo San Román y Ángela Vicario se había truncado un par de horas antes). Se
sabe que Santiago Nasar entra a su casa a las 4.20 y que duerme hasta las 5.30,
hora en que es despertado por Victoria Guzmán, según sus órdenes. Sale de ahí a
las 6.05, a una hora exacta de ser asesinado en su misma puerta. Un cuarto de
hora después, a las 6.20, se halla en el puerto con motivo de la llegada del
obispo, que pasa de largo. A las 6.25 se va hacia la plaza del pueblo del brazo
de su amigo Cristo Bedoya. Cuando ambos se separan, y de un modo que nadie
hubiera previsto, quiere el destino que se detenga en la residencia de su
novia, ya a las 6.45, donde es alertado por su suegro de las intenciones de los
hermanos Vicario. Entonces, aturdido por una noticia que no entiende, a la que
acaso no da crédito, camina de nuevo hacia su casa por el centro de la plaza,
siendo ya alrededor de las siete de la mañana.
La otra línea argumental es la que
comandan los gemelos Pedro y Pablo Vicario, que se sienten en la obligación de
vengar el honor perdido de su hermana. A las dos están aún de fiesta con
Santiago Nasar y con otros en el mentado recinto de María Alejandrina
Cervantes. Pero un poco antes de las tres son “llamados de urgencia por su
madre”, que los pone al corriente de la devolución de la novia porque el esposo
ha descubierto que no es virgen; “dinos quién fue”, le preguntan a Ángela
Vicario, y el párrafo siguiente se convierte en todo un alarde de sabiduría
literaria, máxime si tenemos en cuenta que la novela no resuelve, ni quiere
resolver, la culpabilidad o no de Santiago, antes al contrario: “Ella se demoró
apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo
encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este
mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a
una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
–Santiago Nasar– dijo.” A las 3.20 un carnicero amigo los ve coger los
cuchillos, con los que entran en la tienda de Clotilde Armenta a las 4.10, y en
este lugar permanecen casi tres horas, hasta las siete, salvo el pequeño
intervalo que necesitan (hacia las cinco y media) para ir a por otros cuchillos
nuevos, ya que el coronel Lázaro Aponte se los había arrebatado para
disuadirlos de su increíble determinación. A las 7.05, cinco horas después,
vuelven a encontrarse con Santiago Nasar para cumplir el vaticinio, la muerte
anunciada.
Entre tanto, el rumor se había
extendido y todo el pueblo sabe desde antes de las seis que los hermanos
Vicario andan buscando (o más bien esperando) a Santiago Nasar para matarlo,
pues lo creen responsable de la deshonra de su hermana. Tanto Clotilde Armenta
como el coronel Lázaro Aponte y el amigo Cristo Bedoya participan en los
tímidos intentos para impedir lo inevitable, hasta que la fatalidad se impone
con su precisión de tragedia clásica e involucra a todos, incluso a la madre
del muerto, que apenas unos segundos antes de consumarse el crimen cierra la
puerta por donde su hijo hubiera podido entrar y salvar la vida.
La conclusión,
en cuanto se refiere a manejos de la temporalidad, es, entonces, fácilmente
deducible: Gabriel García Márquez, genial emulador de la tragedia clásica en
esta bien denominada “tragedia del trópico”, no solo ha acertado a condensar en
ese tiempo de crónica y lectura lo que podría ser el tiempo normal de
escenificación de, por poner un ejemplo paradigmático, Edipo Rey de
Sófocles, sino que, según he advertido por mi experiencia propia y por otras
confidencias ajenas que quiero valorar, una lectura-modelo (aunque me consta
que no la hay) o un ritmo de lectura normal (que tampoco) sería aquel que diera
cuenta del relato en ese tiempo aproximado de 95 minutos, de tal manera que la
andadura de Santiago Nasar desde que se levanta hasta que cae muerto corre
paralela (o no es descabellado sincronizarla) con el paseo del lector por sus
páginas desde esas 5.30 hasta esas 7.05 de la mañana, con la muy lícita
diferencia de que el lector sabe
desde un primer momento lo que va a ocurrir, mientras que Santiago solo lo
atisba unos quince minutos antes de que suceda, no comprendiéndolo ni siquiera
en el último instante, cuando todo el pueblo (incluido el cronista e incluido,
ya para siempre, el lector) asisten mudos al sacrificio en que podemos resumir
la crónica tensa de tan anunciado desenlace.
julio de 1993 y agosto de 1995
ANEXO GRÁFICO
Hora SANTIAGO NASAR HERMANOS VICARIO OTROS
2.00.…. todos en casa de María Alejandrina Cervantes Bayardo devuelve
a Ángela Vicario
3.00
(-). ....................................... regresan a su casa ................................
3.20...... ....................................... cogen los cuchillos ................................
3.30...... ....................................... ........................................ Clotilde Armenta
abre su tienda
abre su tienda
4.00 (-). sigue de parranda ....................................... el coronel Lázaro
Aponte se levanta
Aponte se levanta
4.00 (+). frente a la casa de ...................................... aviso de Clotilde
los
desposados con la pordiosera
4.10...... ....................................... entran en la tienda .................................
de Clotilde
4.20.... entra en su casa ...................................... .................................
5.00 (-). ....................................... ...................................... coronel Lázaro A.
sale de su casa
sale de su casa
5.30….. se levanta ...................................... ..................................
6.00 (-). ........................................ han divulgado ……………………...
sus propósitos
sus propósitos
6.00...... ........................................ ...................................... todos lo saben,
menos Nasar
menos Nasar
6.05...... sale de su casa ...................................... ...................................
6.20..… en el puerto ..................................... ……………………....
6.25..… hacia la plaza, ..................................... ....................................
con Cristo Bedoya
6.45..… es advertido en ,.................................... …………………….....
casa de su novia
6.56...... ........................................ ……………………….. Cristo Bedoya busca
a Nasar en su casa
a Nasar en su casa
6.58...... ........................................ ……………………….. Cristo Bedoya en
el cuarto de Nasar
el cuarto de Nasar
7.05...... PEDRO Y PABLO VICARIO
ASESINAN A SANTIAGO NASAR FRENTE
A LA PUERTA DE SU CASA, CON TODO EL PUEBLO POR TESTIGO
A LA PUERTA DE SU CASA, CON TODO EL PUEBLO POR TESTIGO
CORTÁZAR: ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO
EL PERSEGUIDOR DE JULIO CORTÁZAR:
UN DIÁLOGO INSOLUBLE ENTRE EL CRÍTICO Y EL GENIO
En Conversaciones
de famas y cronopios. Encuentros
con Julio
Cortázar, VVAA, pp. 303-309, Murcia, 1996.
Si
hay un rasgo que caracteriza –más aún, que determina– a una parte muy
significativa de la crítica literaria en las últimas décadas de este siglo que
se nos va, de este milenio que se nos va, ese es sin duda su abierta y
creciente intromisión en los dominios de lo ficcional, su casi coqueteo
incestuoso con el objeto que naturalmente diera cauce y razón a su nacimiento y
desarrollo: la Madre
Literatura. De modo que lo que comenzó siendo el discurrir de
dos ámbitos paralelos, el de la creación y el de la crítica (aunque
complementarios, siempre receloso el uno del otro), ha concluido por apuntar
hacia una unidad genérica en donde vuelve a latir el antiguo dilema irresoluto
del huevo y la gallina, pues ahora más que nunca parece que ya no cabe
subordinar ni anteponer legítimamente el crítico al artista, y tampoco al
contrario, sino que ambos miembros del estamento cultural han aprendido a
conducirse por corredores expresivos comunes, próximos al hibridismo. Por tanto,
no es imperioso recurrir aquí a la cita socorrida de autores de la talla de
Mijaíl Bajtín o Roland Barthes para que, sin más, reconozcamos en la crítica un
nuevo género literario (o no tan nuevo) que goza y se recrea en la palabra
ficcionada y que hace suyas las precisas armas del arte de contar historias,
del arte de fabular, y ello sin renunciar un ápice a su previsible y primordial
cometido: aprehender y realzar todo lo aprehensible y realzable desde la
perspectiva siempre metódica y científica que debe aportar el comentario. Baste
para demostrarlo el ejemplo de Cervantes, quien supo (y no solo en El Quijote) anticipar ese camino
introduciendo en sus relatos sutiles consideraciones teóricas; baste, entre
nuestros contemporáneos más citados, la obra completa de Jorge Luis Borges, que
no deja de ser crítico-ensayística desde el seno mismo de la ficción, o
viceversa.
El
autor que nos ocupa, Julio Cortázar, no ha sido ajeno a estos devaneos en
muchos pasajes de su voluminoso legado (pensemos en Morelli, sin ir más lejos),
siendo en concreto en su novela corta El
perseguidor donde, a mi entender, alcanza las mayores cotas de
clarividencia al respecto. No lo hace, es claro, desde la facilidad tan
sospechosamente borgiana del referente literario, sino que bucea en el mundo de
la música para, escudándose tras un narrador que es a la vez crítico de jazz y
biógrafo de un saxofonista, indagar la auténtica dimensión de ese ser facultado
a quien todos consideran un genio. Mi propuesta de análisis se centrará a partir
de ahora, pues, en ese diálogo insoluble que desde el principio sirve de eje
argumental y que implica sin remedio dos visiones contrapuestas, la del
analista frente a la del creador que lo sustenta, atisbándose a la postre una
suerte de compasiva conciliación que, en sí, avanza algunas claves de lo que es
o debe ser el compromiso esencial del artista verdadero.
Objetivamente, de entrada, vale
decir que el músico Johnny Carter –nombre literario que encubre al legendario
Charlie Parker (1920-1955)– es un ser descuidado e irresponsable, pues “nadie
sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos”; un ser
magnificado por su “soberana indiferencia” ante los reveses que cotidianamente
le depara el destino; un ser que sufre continuas alucinaciones a causa de su
adicción al alcohol y a la marihuana; un ser que, en suma, se encuentra “en la
peor de las miserias”. Por si ello fuese poco, cualquiera que lo trate no
tardará en albergar “la sensación de que está solo, completamente solo”, y
también la de que, por otro lado, “nadie puede ser más vulgar, más común, más
atado a las circunstancias de una pobre vida”. Los esfuerzos descriptivos por
parte del narrador coprotagonista, bautizado Bruno V…, se amparan en estos
datos iniciales, concretos, objetivos, para irse disgregando a medida que se
profundiza en los actos y reflexiones del personaje, hasta hacer impracticable
esa pretendida definición, ya que, a poco que investiguemos, lo que hallamos es
que sencillamente “la diferencia de Johnny es secreta, irritante por lo
misteriosa, porque no tiene ninguna explicación”.
Pero todavía se da un paso más en la
caracterización negativa del admirado genio del saxo, quizá para ganar la
simpatía del lector a fuerza de contraste, o tal vez para que se vaya
cimentando la minuciosa intriga psicológica que lo atenaza. Así, es él mismo
quien reconoce, refiriéndose a su propio cerebro: “No hay nada aquí dentro […].
Yo empiezo a entender de los ojos para abajo”; o esto otro, tan revelador: “Yo
no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso,
pero no pienso lo que veo”. El tal Bruno tampoco escatima asertos denigrantes
para constatar la bajeza intelectual que a cada momento advierte en su
idolatrado jazzman: en un pasaje dice que “su edad mental no le permite
comprender” ciertas cosas de las que habla en su biografía sobre Johnny (que
Johnny acaba de ojear en inglés), mientras en otros lo considera sin ningún
pudor como “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre”, u “obsesionado
por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender pero que flota
lentamente en su música”. De ahí a la paradoja el salto es mínimo, como
veremos.
En efecto, ante la pregunta
inevitable que preside la historia de principio a fin –¿“qué es Johnny”?–, el
narrador opta por aclararnos sin reservas qué no es Johnny; por ejemplo, “no
estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación”, “no huye de
nada”, “no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo”. Muy
al contrario, “Johnny persigue en vez de ser perseguido”, aseveración que
funciona no solo como clave magistral del título, sino de todo el entramado
argumental, máxime si a continuación aceptamos que “nadie puede saber qué es lo
que persigue Johnny”. Sin embargo, es, como ya insinué, en la paradoja, donde
debemos cifrar la mejor definición del protagonista, acaso la única posible:
Johnny es “un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y
de talento”; o bien, es “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado
como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas
estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que
se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”.
Superada esta mediocridad evidente y
casi lastimosa que converge en su persona, el otro lado de la moneda nos
oferta, en cambio, la posibilidad de un Johnny distinguido como ser aparte,
ajeno a todo el cúmulo de sensateces convencionales que sancionan al individuo
como entidad socialmente aceptable, pero también motivo de atracción
desmesurada para una elite de melómanos entusiastas. Nadie discute que se trata
de una criatura excepcional, única, que “ha pasado por el jazz como una mano
que da vuelta de hoja, y se acabó”. Bruno, su más sesudo seguidor, llega incluso
a emparentarlo con la divinidad cuando dice que “tocaba como yo creo que
solamente un dios puede tocar un saxo alto”; y más adelante, por boca de otro
compañero también músico: “Si Dios estaba ayer en alguna parte puedes creerme
que era en esa condenada sala de grabación”. Tal magnitud de su talento quizá
se justifique por “la distancia que va de Johnny a nosotros”, que por supuesto
“no se funda en diferencias explicables”. No obstante, y este es un apunte
básico, es claro que todo se reduce a una cuestión de perspectiva, pues, como
bien intuye el narrador de esta historia, “a Johnny se le escaparía lo que para
nosotros es terriblemente hermoso […] porque lo que para él es fracaso a
nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino”; y a
continuación confirma esa distancia con una frase, con dos palabras –perfección, distracción– que a mi juicio contienen en sí, bien hermanadas, la
escurridiza paradoja que define al artista: “lo que el público entiende por
perfección […] en Johnny es más bien distracción, dejar correr la música, estar
en otro lado”.
Sí, en otro lado, o del lado de
allá, si rentabilizamos la raíz ético-estética que subyace en la otra gran
novela de Julio Cortázar, Rayuela. Y
en ese otro lado, en la siguiente vuelta de tuerca a que es sometido
dialécticamente el personaje, lo que nos aguarda es el zarpazo agudo de la
conmutación, entendida aquí como un salto de acrobacia que nos permite –a
nosotros también, impávidos lectores– cruzarnos a mitad de vuelo con él, con el
mismísimo Johnny Carter, para presentir por un instante la verdad profunda que
apuntala su mundo de alucinaciones y de miedos, frente a nuestra verdad
aparente y abonada de razones que solo ahora, desde el vértigo del otro lado,
nos atrevemos a cuestionar. Alerta Bruno, en este sentido, de que lejos de ser
Johnny algo extraño, lejos de ser “un ángel entre los hombres […] quizá lo que
pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las
irrealidades que somos todos nosotros”. Repito: una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Por
eso no se contradice cuando niega que su ídolo sea un genio, y hasta consiente
en admitir que “no es nada del otro mundo”, para hartarse luego de denunciar en
un párrafo cabal y decisivo que no, que no hay en él la menor grandeza, que en
todo caso lo que hay en Johnny es “como el fantasma de otro Johnny que pudo
ser, y ese otro Johnny está lleno de grandeza”. (A propósito de esto último, se
me ocurre que Cortázar, cómo no, había frecuentado la prosa demorada y a ratos
exasperante de Henry James, y seguro que alguna trama irrenunciable del maestro
inglés –de fijo, La vida privada,
pero también La media edad y La lección del maestro– participó,
consciente o no de ello, de la génesis y pulso narrativos que con toda audacia
pone en juego en El perseguidor).
En el otro platillo de la balanza se
nos brinda la figura casi tópica del crítico, que asimismo hace las veces de
narrador autoincluyéndose, cual si de una crónica o diario personal se tratase,
en el dinámico suceder de los acontecimientos, de manera que sus puntuales
meditaciones sirven de excelente contrapeso al constituirse él en virtual
comentarista subjetivo de las novedades que, poco a poco, van cimentando la
progresión del relato. Bruno nos informa desde muy pronto de que ha escrito un
libro “sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra”, en el que solo menciona
“de paso, discretamente, el lado patológico de su persona”. Las alusiones a tal
engendro se suceden con su justa inmodestia hasta lograr, ya en las páginas
finales, todo el protagonismo que su autor venía solicitando con subrepticio
encono, solo que ese protagonismo se quiebra peligrosamente por su zona más
sensible: la que atañe a la opinión que el propio biografiado tiene sobre él.
Pero antes de abundar en este
aspecto, que es chispa inductora del desenlace, en un estadio previo que voy a
calificar de superficial –por mercantilista, por henchido de burdos intereses
que no concuerdan con la humildad aristocrática del artista–, cumple que nos
detengamos en la propaganda sutil, orgullosa, que Bruno hace de su libro.
Desparramados por el texto y casi hilvanando desde fuera ese orden lógico,
temporal, que Johnny niega o no comprende, se manejan una serie de datos
objetivos que colman al conjunto de una actualidad, de un presente en
diacronía. Así, se advierte de la esperada edición en inglés e italiano
(sobreentendido que el original está en francés), se habla después de una
traducción al español, de otra al alemán y, al fin, de otra previsible al sueco
o al noruego. De hecho, y puesto que el libro se vende muy bien en todas partes
(“se vende como la coca-cola”, comparación harto expresiva), no es absurdo
soñar con “una posible adaptación en Hollywood, cosa siempre interesante cuando
se calcula la relación franco-dólar”. Es decir, que su entrada fulminante en
los circuitos comerciales lo convertía en una especie de best seller muy
rentable, pese a las objeciones radicales, como veremos, de ese pobre Johnny
mitificado por otros tras su saxo. Por eso, de cara a una segunda edición,
Bruno piensa en las probables modificaciones, preguntándose conmiserativo “si
no hubiera sido necesario mostrar bajo otra luz la personalidad” de su
biografiado; mas al cabo ni la toca, y tan solo incorpora una providencial nota
necrológica y una fotografía del entierro, ya que Johnny ha muerto poco antes
de que vea la luz esa segunda edición. Y “en esta forma la biografía quedó, por
decirlo así, completa”.
Completa, ha dicho, adjetivo que en
este caso se entenderá como sinónimo de cerrada, fija, irrevocable. El crítico
se lava las manos tras esa última afirmación, en la que por otra parte no es
difícil percibir el estigma riguroso de la mala conciencia. Sus disculpas
anticipadas (del tipo de “he tratado de escribirlo bien y verídicamente”, o
“Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis
limitaciones”, o esta otra más siniestra, “Honrado en la medida en que la
profesión lo permite”) no resuelven la incertidumbre íntima que las dicta, pues
intuye tal vez que los resultados de su trabajo nacen tergiversados desde el
momento en que aceptamos que de toda crítica de arte emerge una consustancial
conjura, una forma de traición a ese arte que, por serlo, no transige con el
frío aparato metódico que desmonta y malversa y profana su misterio. De ahí que
Bruno, un hombre que se ha “pasado la vida admirando a los genios”, un hombre
que a menudo se deprime por “no ser nada más que un crítico”, asuma lúcidamente
la elocuencia de Johnny para hacernos notar que este “tiene razón, la realidad
no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad,
porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo”.
Más arriba nos preguntábamos por la
definición que pudiera ajustarse a Johnny, el músico genial y, por
consiguiente, inclasificable, inexplicable, indefinible. Pero, ¿y el crítico, y
“ese hombre que solo puede vivir de prestado, de las decisiones y novedades
ajenas”? Bruno deja entrever algunas cualidades que competen a su oficio, entre
ella la de saber “sancionar comparativamente”, girando en torno a quien
juzgamos “sin perder la distancia, como un buen satélite”, y a ser posible
desde “un plano meramente estético”. Esto solo en principio, pues el carácter
dubitativo del narrador (tan abrumado por su ángel o hermano) matiza con
frecuencia tales trazos, y otras veces los minimiza para recuperar un optimismo
endeble y, de paso, conducirnos de la mano al motivo nuclear de este ensayo: la
relación intelectual entre el crítico y el genio, relación que deberá quedar
supeditada a la premisa expresa en esta cita: “de pronto me alegra poder pensar
que los críticos son mucho más necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a
reconocer […], porque los creadores, desde el inventor de la música hasta
Johnny pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer las
consecuencias dialécticas de su obra, postular los fundamentos y la
trascendencia de lo que están escribiendo o improvisando”. La acusación o el
elogio, que tanto da, no por graves son menos certeros.
En el caso concreto de los
protagonistas de esta historia, se percibe una contagiosa alternancia de amores
y de odios que siempre nacen de Bruno y encuentran su destinatario en Johnny.
Aquel le teme porque le horroriza el “desorden moral” que preside las horas del
artista, su constante anarquía, y después teme sobre todo que este “hubiese
elaborado una especie de antiteoría del libro”; pero al mismo tiempo lo envidia
por saber estar al otro lado, en ese otro lado donde lo que menos importa es la
buena salud, la casa, la mujer, el prestigio, esos pálidos argumentos que
enmascaran la infelicidad cotidiana de nuestros más urbanizados semejantes. En
verdad que “toda la sinceridad del mundo no paga el momentáneo descubrimiento
de que uno es una pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter”, y más
cuando esa pobre porquería admite el egoísmo y la mezquindad como forma de
supervivencia, hasta el punto de que el crítico que es Bruno llega a manifestar
en dos momentos del texto el deseo secreto de que muera su biografiado, solo
para salvar las conclusiones de ese libro suyo que “no dice la verdad sobre
Johnny (tampoco miente)” y para evitar que su personaje de carne y hueso pueda
elaborar y difundir –repito– “una especie de antiteoría” del mismo.
¿Y qué opina Johnny del zarandeado
volumen que habla de él y de su música? Para empezar, que le “faltan cosas”,
cosas que a él le parecen fundamentales y que sin embargo Bruno ha dejado en el
tintero, bien porque se apartan del análisis “meramente estético”, o bien
porque no convienen a las tesis defendidas o a la imagen que él vende de
Johnny. Después, tras un casi monólogo repleto de elipsis deliberadas, el
reproche será frontal y decididamente hiriente: “de lo que te has olvidado es
de mí […]. Y no es culpa tuya no poder escribir lo que yo tampoco soy capaz de
tocar”. Estas palabras entroncan con su profundo desprecio por todo cuanto es y
significa la sociedad, esa sociedad que lo aplaude, pues su ira ya no se
reprime y ensarta sin pestañear un párrafo irreverente que a muchos sonará a
blasfemia, pero que a mi juicio no es sino un felicísimo alegato contra los
valores establecidos: Dice: “Está Dios, querido. Ahí sí que no has pegado una”.
Y lo fulmina como sigue: “Está lo que tú y los que como mi compañero Bruno
llaman Dios. El tubo de dentífrico por la mañana, a eso le llaman Dios. El
miedo a reventar, a eso le llaman Dios. Y has tenido la desvergüenza de
mezclarme con esa porquería, has escrito que mi infancia, y mi familia, y no sé
qué herencias ancestrales… Un montón de huevos podridos y tú cacareando en el
medio, muy contento con tu Dios. No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío
[…]. ¿Por qué me lo has hecho aceptar en tu libro? Yo no sé si hay Dios, yo
toco mi música, yo hago mi Dios, no necesito de tus inventos, déjaselos a
Mahalia Jackson y al Papa, y ahora mismo vas a sacar esa parte de tu libro”.
En otro lugar, el protagonista se
rebela contra la interpretación que se hace de su obra y no comprende que pueda
despertar tanta admiración algo que, para él, está muy por debajo de la
perfección que ansía, de la perfección que acaso una sola vez paladeó, en un
lejano concierto celebrado en Nueva York. Por eso su inocencia de artista, esa
modestia incomprendida de quien sabe que lo que hace no tiene mérito porque
podría hacerse mejor, le permite discursear de este modo: “La gente se figura
que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los
trapecistas, o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos
para tocar bien, o que el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un
salto. En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas,
todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar, por ejemplo, o
comprender a un perro o a un gato. Esas son las dificultades, las grandes
dificultades”. Aunque quizá todo se resuma (se me ocurre, mientras lo escucho)
en la imposible solución a aquella interrogante que nos formulábamos más
arriba, y que aún insiste e insiste como un dardo clavado en el corazón de este
ensayo: ¿qué es Johnny? Y otra vez es él quien nos desarma con su verbo,
arrastrándonos con él hasta la magia lúcida de las intuiciones definitivas:
“Bruno, el jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter”.
Voy terminando, y lo hago con la
sensación incómoda de que también a mí, como al Bruno que narra, se me ha
escapado algo, muchas cosas, de este excepcional documento literario que es El perseguidor, relato donde lo que se
impone no es aprehenderlo y explicitarlo, sino aceptarlo apenas como lo que es:
una búsqueda, o el indicio y la pista de una búsqueda cuyas claves no se
encuentran en este mundo, y que solo unos cuantos elegidos e inconscientes
están llamados a rozar. Así Johnny Carter para su biógrafo Bruno V…, así el
mítico Charlie Parker para el melómano que fue Julio Cortázar, así el propio
Julio Cortázar para quien esto escribe. Faltan, es verdad, aquí también,
muchas, demasiadas cosas; mas no es disculpa añadir por mi parte que lo que se
me anunció como un desvelo decembrino de no más de diez folios ha desbordado
mis exiguas previsiones y reclama no una, sino tres tesis doctorales de
trescientas páginas cada una. Por ello, premeditadamente y pese al riesgo
analítico que conlleva, me he limitado a parafrasear el original sin pretender
mayores conclusiones, más temeroso que nunca de adoctrinar sobre lo que, ahora
lo entiendo, no permite ni pizca de doctrina. Al cabo, uno termina
reconociéndose en la sinceridad profética de Bruno. Cito y concluyo: “Pienso
melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado
a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es
la boca y yo… Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como
sabor, como delicia de morder y mascar”.
enero de 1995
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